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Opinión

El Perú y el Pacto de San José, por Omar Cairo Roldán

“El Parlamento puede ‘aprobar’ o ‘desaprobar’ la decisión presidencial de denunciar un determinado tratado, pero no puede válidamente exigir a la presidenta que realice la denuncia”.

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El Perú está adherido a la CIDH. En ese sentido, tiene el deber de respetar y promover los derechos humanos. Foto: difusión

La Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José) incluye a dos instituciones: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). Su finalidad principal es brindar protección a las personas de los países miembros, cuando —a causa de distintas circunstancias— los jueces nacionales deciden no hacerlo.

Por ser parte de este tratado, el Estado peruano debe respetar los informes de la CIDH y cumplir las sentencias de la Corte IDH. Esto, por cierto, no constituye una “injerencia exterior” en asuntos de política interna. No olvidemos que, por mandato del artículo 55 de nuestra Constitución, los tratados celebrados por el Estado —entre ellos, la Convención Americana sobre Derechos Humanos— forman parte del derecho nacional.

Por eso resulta sorprendente que un congresista, invocando la “soberanía” e “independencia” del país, haya propuesto el proyecto de una ley que requiera a la presidenta para que: (i) en el plazo de 30 días, presente el documento de denuncia (es decir, de apartamiento) del Pacto de San José; o (ii) si desestima esa denuncia, explique las razones por las que considera inoportuno o inconveniente realizarla.

Sin embargo, según el artículo 57 de la Constitución, la “denuncia de los tratados es potestad del presidente de la República” y, en el caso de los tratados sobre derechos humanos, “requiere aprobación previa” del Congreso. Por lo tanto, el Parlamento puede “aprobar” o “desaprobar” la decisión presidencial de denunciar un determinado tratado, pero no puede válidamente exigir a la presidenta que realice la denuncia.

La utilidad del Pacto de San José en el Perú ha sido, hasta el momento, indiscutible. En 1995, mediante una Ley de Amnistía (Ley N° 26479), el Congreso decretó la impunidad de los crímenes contra los derechos humanos cometidos desde el 28 de julio de 1980. Una ley posterior (Ley N° 26492) prohibió a los jueces inaplicar esa amnistía. Afortunadamente, la justicia se abrió paso cuando, en la sentencia del caso Barrios Altos del año 2001, la Corte IDH declaró que esas dos leyes carecían de efectos jurídicos.

Acerca de esta sentencia de la Corte IDH, Antonio Cassese (expresidente del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia) comentó: “Es la primera vez que una jurisdicción internacional declara que leyes nacionales carecen de efectos jurídicos dentro del sistema estatal en que fueron adoptadas y, por consiguiente, obliga al Estado a actuar como si jamás se hubiesen sancionado”.

Sostuvo, además, que, de esta manera, surgía “una nueva visión de comunidad internacional que exige a los Estados soberanos una elección clara entre olvido legislativo y castigo judicial de atrocidades y vejaciones, y llega a borrar cualquier acción estatal que opte por la primera de las dos posibilidades”.

En nuestro país, entre diciembre de 2022 y enero de 2023, la represión gubernamental causó la muerte de 49 personas. El desprestigio internacional del Perú, provocado por esta matanza, ha sido enorme. Sin embargo, un integrante de la comisión conformada para aconsejar al Gobierno en materia constitucional ha afirmado que, acerca de este crimen contra los derechos humanos, recién podrá dar su opinión cuando concluyan las investigaciones del Ministerio Público y el proceso judicial que, eventualmente, se inicie. Es decir, aproximadamente, dentro de cinco años.

La historia reciente y el panorama actual no dejan lugar a dudas. Pocas veces, como hoy, ha sido tan clara la necesidad de mantener al Perú dentro del Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos.