Por: Cecilia Méndez
Una persona libre, o que aspira a serlo, será siempre incómoda para quienes buscan establecer su poder con base en el sometimiento e inferiorización de otros: llámense partidos, estados, iglesias, caudillos y predicadores de toda estirpe. Y si es mujer, lo será más aún. Fue el caso de Magda Portal (1900-1989), cuya novela autobiográfica La Trampa, publicada originalmente en 1957 por Ediciones Raíz, casi no circuló porque los en ella aludidos negativamente “desaparecieron” los ejemplares. Fue reeditada en 1982 por la Editorial Poma, en Lima, pero es raramente encontrada. Por ello, su tercera edición en 2018 a cargo de Cocodrilo, con prólogo de Rocío Ferreira, es un verdadero acierto. El paso de los años no ha hecho que pierda un ápice de actualidad. Por el contrario, a medida que el reloj da marcha atrás en cuanto a democracia y derechos de las mujeres, y no solo en el Perú, La Trampa adquiere renovada actualidad.
Con la autoridad intelectual y moral que le confieren su condición de fundadora del APRA y sus veinte años como militante y destacada lideresa del partido, el mismo que abandonó en 1948, Portal desvela con meticulosidad a ratos escalofriante, el modus operandi del jefe del Partido Aprista Peruano –en la novela “el partido unionista”–, Haya de la Torre, aludido simplemente como “el jefe”. En el centro de la trama está la trampa que los “hombres del jefe” le tendieron a un ingenuo y joven militante para obligarlo a asesinar al editor del diario El Comercio en 1935 y luego abandonarlo a su suerte en infames calabozos y posteriormente usarlo como chivo expiatorio de otros crímenes, un hecho histórico.
Portal relata cómo “el jefe” formó una cúpula partidaria sumisa basada en el culto mesiánico a sí mismo, un círculo masculino imbuido de misoginia; denuncia las traiciones, contubernios, torturas y hasta ejecuciones que sufrieron los disidentes del “jefe”, o más bien quienes no le eran lo suficientemente sumisos. Su crítica al carácter autocrático del liderazgo aprista es especialmente potente porque el APRA había surgido precisamente como una alternativa revolucionaria al autoritarismo y al carácter antidemocrático de la élite oligárquica, para empoderar a los trabajadores y otros sectores marginados; en suma, para democratizar al país.
Al leerla, es imposible no traer a la mente personajes más cercanos de nuestro poco envidiable paisaje político, como constatando un ADN autoritario predominante en nuestra historia reciente, desde Abimael Guzmán hasta Vladimir Cerrón, pasando por Alan García. En el capítulo “Escala de Valores”, por ejemplo, leemos: “a ojos del ‘jefe’ los que más valen son los que mayor adhesión le demuestran. El solo hecho de pensar en reemplazarlo es ya una especie de traición” (p. 164). En “El castigo”, “el jefe” incrimina a Juan Alberto, uno de los militantes más leales del partido, por el delito de expresar sus opiniones: “Debes saber que yo he forjado este partido de la nada y que soy responsable por su vigencia y su grandeza. Por consiguiente no admito que se me discuta ni se me recorte la autoridad (…). Demasiado sabe Ud. que la cabeza soy yo y que nada se hace en el partido si yo no organizo, lo planeo y lo ordeno” (p. 105). Cuando Juan Alberto le expresa su deseo de apartarse del partido en esas condiciones, “el jefe” retruca: “¿Acaso no sabes que en el partido no hay renuncia sino expulsión?” (p. 106). Por otro lado, Portal nota el racismo y desprecio del “jefe” por el mismo pueblo que dice defender , en un “Soliloquio” hacia el final del libro: “Por más que busco, no logro encontrar a los tipos selectos con los que haría mi guardia personal, mi guardia de honor. No cabe duda de que este es un pueblo de desnutridos físicos y mentales. Nietos de esclavos todavía llevan la marca de las cadenas y los latigazos” (p. 171). La misoginia, por último, es otro atributo que lo caracteriza especialmente: “Al jefe no le gustan las mujeres. Su influencia en el hombre es nefasta. Le debilitan el carácter, lo ablandan, lo perturban (…). Las mujeres deben quedarse en casa , dedicadas a las funciones domésticas: prepara el alimento para el marido y los hijos, la ropa limpia, etc.” (p. 160). Una descripción que parece pintar de cuerpo entero a los políticos con careta religiosa en el otro extremo ideológico, como los que hoy pueblan nuestro Congreso y nuestros medios.
Y para quien piense que tal vez exagero en señalar la correspondencia entre personajes de realidad y de ficción, es la propia Magda Portal quien señaló en el prólogo a la edición de 1982 (de donde proceden nuestras citas), que formuló su testimonio “en estilo novelado para hacer menos o más sensible su tema, de suyo doloroso, pues implicaba el drama de uno de los jóvenes de mi generación, de los que tuvieron fe y la perdieron, de los que soñaron con realizaciones sociales que reivindicaran al pueblo, a la masa indígena (…); a los que con lucidez y dolor se negaron a seguir montando una farsa que a todos hacía daño. Mantiene su vigencia por ello y porque aún sus trastocados personajes juegan diversos roles en el acontecer político nacional”.
Cuarenta años después, estas palabras mantienen su vigencia, valga la redundancia, porque los problemas que describe no se limitan a un partido sino que atraviesan todo el espectro ideológico, contaminando y deteriorando aceleradamente nuestros vínculos como sociedad.
La Trampa puede ser espejo en el que no queremos mirarnos, pero es también un homenaje a quienes se enfrentaron al poder en su afán de construir un país más justo y fueron silenciados por eso. Su reedición es una forma de resarcirlos, y con ellos a una autora imprescindible e injustamente marginada por atreverse a decir la verdad.