Una de las críticas más insistentes al rumbo neoliberal que tomó el Perú se dirige a la reducción y debilitamiento del Estado frente a los grandes poderes económicos. Parte del discurso de las izquierdas y las organizaciones populares ha sido señalar que esta debilidad, y su ausencia en sectores decisivos de la economía, tiene una raíz: el desmantelamiento del Estado como condición del reinado del mercado.
En un Estado así, no hay instituciones que garanticen el ejercicio de derechos o la protección de la ley. En un Estado “mínimo” no hay empleo digno ni un funcionariado público que resista a la influencia indebida de los lobbies que ingresan mediante puertas giratorias. Un Estado así es espacio propicio para las corruptelas, la ineptitud y la negligencia que resultan del reparto partidario en cada nuevo gobierno, y de los cuales el actual está lejos de ser la excepción.
Ninguna propuesta de reforma será viable si no parte de aceptar que un Estado así de débil no es un accidente o un defecto, sino un resultado del fracasado sueño de la tecnocracia neoliberal. Y sin embargo, en los últimos años, ante cada crisis social o política, no se ha ofrecido otra cosa que “reformas” guiadas por lineamientos tecnocráticos (calidad, meritocracia), que en lugar de proponerse como valores socialmente compartidos se han impuesto como una forma de negar las desigualdades, justificar la exclusión y castigar a quienes no cumplan con los ideales reformistas.
Hagamos el repaso de esos sueños reformistas. La “reforma del servicio civil”, con la creación de Servir en 2008, el mismo año en que el gobierno aprista creó el régimen CAS, identificado a la postre con la degradación del empleo en el sector público. La “reforma educativa” a la que se redujo la “revolución educativa” de Humala y que para las y los maestros no fue otra cosa que la profundización de la Ley de Carrera Pública Magisterial. La “reforma universitaria”, cuyo mayor alcance es el de regular la calidad de la oferta, sin cuestionar la vigencia de las universidades con dueño; la “reforma del transporte”, que en teoría se concreta en la ATU y que no es otra cosa que un rediseño de competencias locales.
¿Qué reformaron estas reformas? ¿Por qué la gente no las defiende? Quizá porque lo que prima es el arreglo institucional y no el resultado para las mayorías ni tampoco un esfuerzo de acuerdo social y participativo con la ciudadanía. Son sueños de reforma en la medida en que no hay actores sociales y políticos comprometidos con los cambios por los que en teoría apuestan. Quizá es hora de reconocer que, como mucho, en vez de reformas, se trata de mejoras burocráticas dentro de un Estado neoliberal que se mantiene intacto.
En estos tiempos en que se habla de salidas o alternativas frente a la crisis de régimen, la retórica reformista vuelve con fuerza, en un escenario en el que las promesas de cambios han sido abandonadas por el actual Gobierno. Tras la experiencia de la pandemia, con un Estado inoperante y con la herencia de profundas desigualdades sociales, el reformismo se quedará en discursos y rediseños institucionales, mientras no sea capaz de cuestionar la mercantilización de lo público, o de denunciar la captura del Estado por los grandes lobbies de siempre (por lo menos con la misma fuerza con la que se denuncia la corrupción de hoy). Los grandes poderes no han dejado de operar y mientras a la ciudadanía se le exige “defender las reformas”, el Gobierno le ha dado la espalda a las reformas redistributivas (la tributaria o la “reforma agraria”). Si no hay un horizonte de justicia redistributiva, cualquier reformismo es un sueño. La realidad es esta pesadilla neoliberal de la que no salimos hace 30 años.
.