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Opinión

El altruismo que nos daña

“Se agradece todo lo que las organizaciones civiles pueden entregar, pero es el Estado quien debe diseñar e implementar políticas públicas que permitan que los afectados salgan mejor parados que antes”.

larepublica.pe
“Se agradece todo lo que las organizaciones civiles pueden entregar, pero es el Estado quien debe diseñar e implementar políticas públicas que permitan que los afectados salgan mejor parados que antes”.

La semana pasada, la atención ha sido puesta en el derrame de petróleo de la refinería La Pampilla. Día a día, íbamos siendo testigos cómo el daño era cada vez mayor. Ante esto, diversas instituciones de la sociedad civil empezaron a organizarse para la limpieza de playas. Sin embargo, esta tragedia no es solo ambiental sino también social. Miles de hogares generan ingresos gracias a la pesca artesanal y hoy se encuentran en situación de paro. Cuando la primera ministra, Mirtha Vásquez, anunció a los pescadores que la empresa se había comprometido a entregarles canastas de víveres, estos la pifiaron. ¿Por qué pifiar ante una noticia que está tratando de comunicar algo positivo? Porque los pescadores esperan algo más que una canasta de víveres. Estamos en temporada alta de consumo de pescado y no sabemos cuándo estas playas podrán permitirles a los pescadores hacer su trabajo. Ellos no tienen las condiciones para irse mar adentro como lo hacen las grandes embarcaciones, por lo que solo les queda esperar a que el mar esté verdaderamente limpio y la fauna marina regrese a dicha zona.

Para la gestión social que busca un impacto positivo de verdad, tragedias como estas pueden ser vistas como una oportunidad para poner a las víctimas en una situación mejor de lo que estuvieron antes. El problema es que, en el Perú, el enfoque de nuestras políticas sociales (privadas o públicas) siguen manteniendo una mirada asistencialista que impide atender a los usuarios con una proyección de mejora continua. No está mal ser asistencialista en una emergencia. Es lo que hay que hacer, pero nuestras políticas públicas suelen ser muy reactivas.

Atender solo la emergencia y luego desaparecer reduce a los ciudadanos a una condición de víctimas permanentes y los condena a ser meros receptores de donaciones, a depender de otro más fuerte, en vez de aprovechar la oportunidad y desarrollar resiliencia en ellos. Esto fuerza también a los tomadores de decisión a actuar solo cuando las papas queman y no a posicionar una cultura de la prevención que permita evitar futuros daños. Cada año en el que hay una helada, tenemos al Estado haciendo campañas para donar chompas y frazadas. Hoy existen soluciones que permiten evitar muertes, que el Estado las conoce, pero que prioriza poco.

Para impactar de verdad, las soluciones deben estar pensadas desde la empatía y no desde el altruismo.

El primero es un valor necesario que obliga al diseñador de soluciones a pensar y sentir desde la posición de quien está viviendo el problema. El altruismo, en cambio, es un enfoque obsoleto en la gestión social, que tiene una mirada de superioridad y verticalidad en donde parecería que “el bueno”, el de arriba, le hace un favor al otro, al de abajo, pero en donde en realidad, el único que parece satisfacerle la acción es a quien lo da y no necesariamente a quien lo recibe. Los humanos podemos ser y somos altruistas, pero los agentes de cambio que buscan un impacto real no pueden serlo.

Es natural que, en plena emergencia, la gente tenga ganas de ayudar y ayude como pueda. Querer ayudar es un sentimiento muy noble, pero si de verdad queremos ayudar, debemos saber que podemos seguir fortaleciendo prácticas nocivas que evitan que la gente vulnerable progrese. Dar asistencia en una emergencia es lo correcto, pero la ayuda no debe terminar ahí. Por ello, el Estado debe asumir su rol como ente rector del enfoque de la sostenibilidad y resiliencia. Se agradece todo lo que las organizaciones civiles pueden entregar, pero es el Estado quien debe diseñar e implementar políticas públicas que permitan que los afectados salgan mejor parados que antes. Los pescadores, por ejemplo, además de las canastas, deberían ser receptores de capacidades técnicas y productivas, no solo de la pesca, sino de toda la cadena de suministro, de modo tal que puedan incrementar sus ventas. Convertir a las víctimas en trabajadores más competitivos es lo que necesitamos hacer. Ayudarlos a crecer debe ser el enfoque, no mantenerlos en la pobreza.