Las cifras de la Comisión de la Verdad son de sobra conocidas. En el Perú, la actuación de los grupos terroristas significó un escalofriante baño de sangre de más de 65 mil muertos y contribuyó a la destrucción de nuestra economía con unos costos económicos asociados a su actuación, que ascendieron a más de 9.184 millones de dólares de la época.
Con semejantes antecedentes, ¿cómo es posible que —solo 30 años después— un simpatizante del pensamiento de Abimael Guzmán como el premier Guido Bellido y nada menos un mando del naciente Sendero Luminoso de principios de los ochenta como el ministro de Trabajo, Iber Maraví, compartan asiento en el Consejo de Ministros? Peor todavía: ¿por qué no se ha producido una masiva y permanente movilización ciudadana de rechazo a semejantes presencias?
Sobre las responsabilidades del presidente Pedro Castillo en el nombramiento de personajes tan cuestionados como Guido Bellido e Iber Maraví se han escrito ríos de tinta, con razón. Pero no son las únicas. Detrás de esta aparente normalización del fenómeno terrorista se encuentra un actor inesperado, su enemigo más encarnizado, que ha terminado jugando decisivamente a su favor: la extrema derecha peruana.
Aunque no es reciente, el fenómeno del “terruqueo” alcanzó su paroxismo en las últimas elecciones. De pronto, cualquiera que criticara, pensara distinto o no repitiera como un autómata las consignas de Rafael López Aliaga o Keiko Fujimori era señalado como terrorista. Por ese filtro han pasado personajes como los periodistas Rosa María Palacios, Augusto Álvarez Rodrich, Marco Sifuentes, Claudia Cisneros, César Hildebrandt, Juliana Oxenford, un servidor e incluso el expresidente Francisco Sagasti.
Puesta así, esta lista con perfiles tan contrastados revela la ridiculez de la acusación y demuestra que se trata de una estrategia bastante grotesca. Desafortunadamente, el “terruqueo” se ha repetido tanto para apuntar a tanta gente inocente que el concepto ha terminado por desgastarse. Si las personas listadas son “terroristas” — junto con tantos otros ciudadanos de bien que rechazan la subversión, llegaron a combatirla e incluso fueron sus víctimas— cualquiera puede serlo y la palabra pierde su sentido negativo.
Tampoco ha ayudado el oscurantismo con que se quiere tratar este tema desde ese mismo sector de nuestra política, queriendo prohibir cualquier referencia en los textos escolares, enloqueciendo por la mención de una “guerra interna” o “conflicto armado no internacional” (definición eminentemente jurídica desarrollada a partir de la aparición del artículo 3 común a los cuatro Convenios de Ginebra) y condenando al silencio (“por favorecer a los terrucos”) al Informe Final de la Comisión de la Verdad. Con esta actitud obtusa, convenida y contraproducente, ¿qué esperábamos?