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“Hugo Chávez era capaz de generar amor y, en la tarde, ordenar cárcel para una jueza”, Tulio Hernández

A más de 30 años del golpe de Estado liderado por Hugo Chávez, que cambió la historia de Venezuela para siempre, La República conversó con Tulio Hernández, sociólogo exiliado en Colombia, quien estuvo cara a cara con el líder chavista.

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4F Venezuela: a 31 años del golpe de Estado que lo cambió todo. Foto: composición de Jazmín Ceras/LR/AFP/EFE

El sonido de las metralletas no dejó dormir a los venezolanos el 4 de febrero de 1992. Un grupo de militares intentó tomar el poder por la fuerza y darle un golpe de Estado al presidente Carlos Andrés Pérez. El fallido intento fue liderado por un joven Hugo Chávez, quien, quizá sin saberlo, estaba cambiando el destino de Venezuela para siempre. Fue un fracaso militar que se convirtió en un triunfo político tras un breve discurso en el que anunciaba que “por ahora” no cumplirían sus objetivos. Y no mintió: fue presidente del país y se volvió una huella imborrable.

Tulio Hernández, politólogo y docente universitario —exiliado en Bogotá, Colombia—, conversó con La República a propósito de los 31 años del errado golpe, relató sus impresiones tras los encuentros que tuvo con Hugo Chávez, analizó los años previos a la llamada Revolución Bolivariana y ofreció un sincero testimonio de la tragedia venezolana.

Tulio Hernández es sociólogo y escritor. Fue docente universitario en Venezuela y España. Ha sido consultor de Unesco, Unicef, y ha dictado talleres sobre migración en la Fundación Gabo, Acnur, entre otras. Foto: Tulio Hernández/Blog

—El 4 de febrero de 1992, liderados por Hugo Chávez, batallones del Ejército pretendían tomar por la fuerza el Palacio de Miraflores y sacar del poder a Carlos Andrés Pérez (electo en 1988). Muchos venezolanos vieron con simpatía este fallido golpe, incluso lo justificaron. ¿Cómo recuerda esta época?

—Yo soy parte de la primera generación que creció en democracia en Venezuela. Mis padres, mis hermanos mayores, todos mis abuelos, vivieron dictaduras, y yo estaba convencido de que eso nunca volvería; y, cuando vi en la televisión y escuché las metralletas, sentí ganas de llorar. Yo había sido formado con la creencia de que iba a vivir siempre en democracia y dije: Bueno, se acabó, volvieron los militares.

Yo era muy amigo de alguien que después fue presidente de la República y él nos dijo una frase inolvidable. Pregunté: Doctor Velásquez, ¿qué significa este golpe? Y él, que ya tenía 80 años, me dijo: “Alguien levantó la tapa del infierno, en donde cuatro generaciones de venezolanos, a costa de sacrificios, asesinatos, exilios y torturas, habíamos encerrado. Y se quedó mirándonos, y nos dijo con piedad: "¿Cuántas décadas les costará a ustedes volver a encerrar esos demonios?”.

Y así fue. Yo soy un hombre que va por los 70 años —tengo 25 años soportando esto— y probablemente me muera sin volver a ver la democracia. Yo pensé que él estaba exagerando, pero no exageró. Y eso comenzó el 4 de febrero de 1992.

—¿Usted cómo describiría a Hugo Chávez? 

—Hugo Chávez era un líder descomunal, con una capacidad de seducción y sobre todo con una capacidad de mimetismo. Por ejemplo, si él estaba en Moscú, era leninista; si estaba en La Paz, era una indígena quechua; si estaba en el Palais des Beaux-Arts, en París, era un crítico de arte; si estaba en el Cusco, tocaba charango. Tenía una especie de narcisismo patológico, pero no de loco, sino un narcisismo bien manejado, que se sentía heredero de Simón Bolívar. Y, sobre esa fuerza, psíquica, además, recuerda que él hablaba con los muertos, era espiritista, tenía capacidad para comunicarse con el más allá, pasaba de ser santero a ser católico; y tenía esta mezcla particular de adoración por las mitologías revolucionarias latinoamericanas, el Che, Fidel Castro, Manuel Marulanda y adoración por los militares. Entonces, era una mezcla que en un país y en una región tan traumatizada con el tema del imperio americano y la colonización euroibérica, pues, era un líder imbatible, un seductor, pero sin ningún proyecto claro.

Yo le hice una entrevista al escritor venezolano Alberto Barrera Tyszka, quien escribió la primera biografía de Chávez en vida —que se llama "Hugo Chávez sin uniforme"—, y él, al final, me dijo: “Chávez era un mentiroso compulsivo y no tenía ningún pudor en serlo”. Y, probablemente, ahí estaba su encanto, como dice Theodor Adorno en un ensayo sobre la propaganda fascista: a Hitler no lo adoraban las masas a pesar de sus groserías ordinarias y desplantes, lo adoraban precisamente por eso.

—¿Usted conoció en persona a Hugo Chávez?

—Debo decir que yo estuve en los primeros dos meses de gobierno relativamente cerca y, cuando lo conocí de cerca, hui espantado porque el hombre simpático, alegre, amoroso, cuando estaba en la intimidad, era un hombre con una mirada severa, cruel, implacable, casi que daba miedo. Era capaz de generar el mayor amor y, en la tarde, ordenar la prisión y la muerte de una jueza que contradijo una de sus órdenes.

—¿Cómo era aquella Venezuela de finales del siglo pasado, sin la influencia de Hugo Chavez, sin la Revolución Bolivariana?

—Es difícil sintetizarlo, pero era una Venezuela democrática, que había vivido, tal vez, los mejores 40 años de su historia, que había alcanzado niveles de desarrollo, de un sistema de educación gratuita y de calidad; que había superado lo que en los años 30 era una sociedad rural, analfabeta, que había logrado sobre todo un desarrollo cultural muy impresionante, pero que, en las dos últimas décadas o en los últimos 15 años, había empezado a involucionar y a generar unos bolsones de pobreza.

La sociedad empezó a fracturarse entre un grupo desencantado con el proyecto democrático y el retorno de los caudillos militares, encarnados en Chávez. Hay que recordar que en Venezuela la democracia fue una excepción y, durante nuestra historia republicana, 160 años han sido de gobiernos militares, incluso los tres años —del 45 al 48— presididos por un civil, pero luego de un golpe de Estado y una junta militar.

Entonces era una sociedad que entró en una especie de gran desilusión, buscando desesperadamente un mesías, y lo encontró, un líder, en el sentido de Max Weber, carismático, probablemente como pocos ha habido de América Latina. Y, de repente, el país entró en una especie de alucinación colectiva y se fue, como decían en los años 30, detrás de un hombre a caballo; y la Venezuela que conocimos en esa época fue poco a poco desapareciendo, fracturándose, llenándose de odios internos y viviendo la idea de que iba a ser una revolución.

—Y desde el lado melancólico, ¿cuál es su recuerdo infantil, adolescente, de la Venezuela rica, petrolera, próspera?

—Mi mayor recuerdo es haber sido hijo de una familia muy modesta del interior y poder haber estudiado gratuitamente en la mejor universidad del país. Yo pagaba más o menos tres dólares por cada semestre —era más caro el papel que usaba—, haber vivido en una universidad que estaba llena de los mejores pintores venezolanos, haber sido testigo de los festivales más importantes de teatro, haber leído los mejores escritores por casi un dólar porque la editorial del Estado publicaba lo que recién salía en España, haber sido testigo de cómo recibimos a los inmigrantes que huían de las dictaduras del Cono Sur, haber visto el surgimiento de una salud pública extraordinaria y lo más importante fue haber visto cómo la democracia terminó, no solamente liberando y reconciliando, sino convirtiendo en ministros y en jefe de instituciones a los que en los años 60 se habían ido a la guerrilla. Era un país en donde se respetaba la disidencia, se respetaba la minoría tanto que yo, que era un hombre de izquierda de un partido llamado el Movimiento del Socialismo, escribía todos los domingos contra el Gobierno y, sin embargo, trabajaba en una institución cultural del Estado.

—¿Usted sigue siendo de izquierdas?

—Bueno, sí y no. Si izquierda se llama estar de parte de los intereses de los sectores más pobres y desfavorecidos, estar abierto a los cambios y a las identidades ambientalistas, étnicas y de género, sí. Pero de izquierda en el sentido latinoamericano, de los marxistas herederos del imaginario totalitario castrista, de Nicaragua o de Maduro y Chávez no, me parecen repulsivos.

Hoy más, después de haber vivido el exilio, haber visto muerto a mis amigos, torturados en las cárceles, de ver 350 presos políticos en este momento, de ver cómo han violado en las cárceles a mis estudiantes por salir a manifestar, me parece más importante que ser de derecha o de izquierda tener como única bandera la defensa de los derechos humanos y las libertades democráticas.

—¿En qué momento se jodió Venezuela, citando a Vargas Llosa en "Conversación en La Catedral"?

—Siempre ha estado jodida, es decir, Venezuela nació adorando a un solo hombre, Simón Bolívar, que en el fondo era un militar, muy valiente, muy libertador, pero que creó un sentimiento del cual el país no se pudo liberar nunca: que un solo hombre hacía patria. Eso lo fueron repitiendo los militares, los dictadores, Guzmán Blanco, Castro, Gómez, Pérez Jiménez y la democracia no supo borrar ese culto. Entonces, lo que yo llamo los cuatro jinetes del Apocalipsis venezolano: el militarismo, el estatismo —un Estado que era superior a la sociedad—, el rentismo y una cultura de desprecio al mundo civil.

Venezuela logró un gran desarrollo democrático en muy poco tiempo, gracias (en parte) a la renta petrolera, pero eso no se logró convertir en consolidar una cultura democrática, entonces la riqueza terminó intoxicándola, no fue una fuente para un desarrollo armónico cuando tenía los recursos.

(En América Latina) hoy, más de 20 años después del nuevo siglo, estamos ante en el peor retroceso a modelos autoritarios o a crisis de gobernabilidad profunda, como la actividad del Perú.