De alguna manera, la calle Carmen, en Barcelona, siempre será mi calle. Como Felix Dibós en Lima o Conde de Vistahermosa en Madrid. Esa también. Por eso cuando estoy disfrutando de unos días de descanso en Cusco con mi familia, y empiezan a llegar las noticias de España, el corazón se me encoge. Nos comunicamos con los amigos, varios peruanos, Ale, Rosa, todos en shock. Los catalanes, Lulú, Juan, Montse, han estado muy cerca. Otros, Jordi, Robert, María, Silvia están fuera. Ari, Facu, Leo, David, Marga… no he podido hablar con ellos aún. Nunca, en tantos años en Europa, he visto tanta crudeza, en los vídeos se ven niños muertos. Coches de bebés tirados en la Rambla, ciclistas en charcos ensangrentados. Y entonces reconozco mi calle. Conozco esas piedras, esas grietas en el piso, como si fueran la palma de mi mano. Es la esquina de la Rambla con Carmen, a cien metros de mi casa, por donde pasé con Lena un millón de veces. Y está llena de muertos. La semana pasada escribía sobre la necesidad de recordar la guerra que vivimos en Perú, y ahora que estoy aquí, la guerra me ha alcanzado en Europa. Los peruanos que crecimos en medio de los fuegos sentimos casi como propias las encrucijadas de los demás. El déjà vu se confunde con el trauma, y el trauma se vuelve una costra de dolor. Barcelona, donde por primera vez fui otras cosas además de peruana, la ciudad en la que nació mi hija, ha sido herida. Una urbe hermosa cruzada por el nacionalismo y la invasión indiscriminada de turistas entre los que, seguramente, hay muchos muertos. Van quince mientras escribo estas líneas. ¿Qué ocurrirá ahora con el barrio del Raval, de mayoría musulmana? ¿Cómo reaccionarán los racistas, los extremistas de derechas, la policía? ¿Recrudecerán su odio por los migrantes? ¿Cómo será caminar otra vez por Rambla con calle Carmen, mi calle, después de este nuevo horror? Desde el Cusco, donde también se sabe mucho de eso, no encuentro ninguna respuesta.