Los desafíos de la reconstrucción después de los desastres “naturales”, la orden de prisión preventiva del gobernador del Callao Félix Moreno, la detención del alcalde de Chilca, Richard Ramos, la constatación de que tenemos unos quince gobernadores regionales y más de veinte alcaldes provinciales y distritales sentenciados por la comisión de delitos diversos, o enfrentando investigaciones muy serias, obligan a repensar el proceso de descentralización. En principio, la descentralización es una excelente idea. El centralismo limita las posibilidades de un desarrollo más balanceado y equilibrado. El centro debería transferir recursos y responsabilidades a autoridades regionales y locales, asumiendo que ellas, “más cerca” a los problemas y a los ciudadanos, serán capaces de diseñar e implementar mejores políticas, de ejecutar más eficientemente el gasto público. En el vecindario regional se encuentra que la descentralización apareció en las últimas décadas como una solución a los problemas de legitimidad de los sistemas políticos. En algunos casos la descentralización expresó la pugna entre elites regionales (como en Ecuador o Bolivia), lo que efectivamente forzó un reparto más equitativo del poder; y en otros permitió democratizar el sistema político desde la periferia. Es la historia de la democratización política en México, iniciada desde las gubernaturas, culminada en el gobierno federal. Pero con el tiempo hemos visto también la cara oscura de la descentralización. En ocasiones, los poderes más retardatarios, discriminadores, y hasta corruptos y criminales están en la periferia, y se resisten a las lógicas modernizadoras del centro. En América Latina se extendió la literatura sobre el autoritarismo subnacional, enclaves excluyentes en un contexto nacional democrático. En muchos ámbitos en nuestros países persisten viejos poderes de oligarquías, cacicazgos, como en México, Brasil o Colombia. En nuestro país las viejas oligarquías y elites regionales fueron prácticamente barridas por la reforma agraria y el velasquismo, pero no fueron sustituidas por otras. En este vacío de poder se consolidó el centralismo, como ha descrito muy bien Alberto Vergara en su libro, que ya hemos comentado, La danza hostil (2015). En las últimas décadas, en algunos lugares, se ha gestado una mínima elite regional, y una sociedad civil con alguna capacidad de interacción con el poder político; Arequipa, Piura, San Martín serían ilustraciones positivas de ello, con todas sus limitaciones. En otros no hay elites propiamente dichas, pero existen algunos controles que si bien no pueden impedir, limitan la proliferación y extensión de prácticas corruptas, como en Cusco o Ayacucho. El drama es que en muchas regiones y localidades no se ha gestado una nueva elite, y ha aparecido un nuevo poder asociado a la proliferación de prácticas informales y hasta abiertamente ilegales. El crecimiento económico de los últimos años fue de la mano en esos espacios de la extensión de actividades empresariales muy diversas y muy informales por decir lo menos, cuando no de actividades abiertamente delincuenciales (narcotráfico, contrabando, minería y tala ilegal). Y todo esto coincidió con el proceso de descentralización, que además, en el contexto de crecimiento, aumentó los recursos públicos disponibles para las autoridades. La política se convirtió entonces en un objetivo apetitoso para estos intereses, que han capturado o permeado el poder político regional y local, que se ha expresado en improvisación, ineficiencia, clientelismo, corrupción. Seguiremos con el tema.