La corrupción (como la existencia del mal) es lamentablemente parte inevitable de la vida, siempre la ha habido y la habrá, en el Perú y en todo el mundo: el asunto es prevenirla, combatirla, contenerla, sancionarla. Ayuda para esto saber en qué contextos prolifera: la enfermedad prospera en contextos de arbitrariedad, escaso control, sanciones débiles. Pero esta asume formas muy diversas según el contexto, y saber de sus variantes es clave para combatirla de manera más eficaz. Por ejemplo, con el fujimorismo de la década de los noventa tuvimos una corrupción altamente centralizada y jerárquica, organizada desde el centro del poder, tomando provecho de la ausencia de contrapesos institucionales. En los últimos años, marcados por el escándalo Lava Jato, tuvimos una serie de condiciones favorables: a nuestra tradicional debilidad institucional y a la agravada precariedad de nuestra elite política, se sumó un excepcional contexto de alto crecimiento económico, la existencia de una entusiasta política de promoción de la gran inversión privada, que relajó mecanismos de supervisión y control. Además, desde Brasil llegó a toda la región una política bien planificada para ganar recursos e influencia, una suerte de asociación público-privada corrupta: una coalición de gobierno armada desde el Partido de los Trabajadores, arma un esquema con beneficios para todos los socios, en el que participan empresas públicas y proveedores privados. Esquema que permite ganancias particulares y financiar las campañas políticas, para asegurar la reproducción del sistema. Un esquema no solo aplicado en Brasil, sino parte de una ambiciosa estrategia pensada para obtener beneficios e influencia internacional, la avanzada del sueño de la potencia mundial emergente. Por ello el caso Lava Jato extiende su onda explosiva por toda la región: Argentina, Colombia, Ecuador, Guatemala, México, Panamá, República Dominicana, Venezuela, son los países principales en los que se aplicó este esquema, que no respeta límites políticos o ideológicos, que halló suelo fértil en países con dinero e instituciones precarias. Nuestro país no es nada diferente, por ello el escándalo ha terminado salpicando a los gobiernos de Toledo, García y Humala, a múltiples gobiernos regionales y locales, incluyendo al de la capital. La corrupción reciente asume particularidades en las que cabe reparar. No es la simple corrupción por “robo de dinero” de las arcas del Estado, es algo más sutil y difícil de investigar: sobornos para lograr convertirse en proveedor o concesionario; para desarrollar obras o prestar servicios en condiciones muy ventajosas, probablemente con sobrecostos significativos. Es un modus operandi que requiere cercanía y coordinación con el poder político; al mismo tiempo, el poder político está tentado a incurrir en estas prácticas no solo por el beneficio personal, también por la presión para financiar la actividad política. Desenredar la madeja se hace así muy complicado, por la variedad de intereses en juego, que cruzan a todos los grupos políticos, de muy alto nivel, que van desde la corrupción para el beneficio personal, hasta aquellos que lo justifican en nombre de la defensa de causas partidarias. ¿Qué hacer? Ya se han esbozado algunas propuestas: hacer más exigentes y transparentes los procesos de licitación, los concursos públicos, las adjudicaciones, siendo concientes de que ello implicará seguramente procesos más largos; hacer transparente el aporte privado a las campañas políticas. Hay que volver a las recomendaciones de la Comisión Presidencial de Integridad.