Dudo que queden quienes crean los argumentos con los que el fujimorismo y el aprismo intentan justificar la interpelación al ministro de Educación, Jaime Saavedra. Es bastante obvio que no hay verdaderas intenciones de moralizar el sector, ni importan los retrasos en los Panamericanos, ni los desaforados gritos de Cecilia Chacón a Saavedra son gratuitos. Las universidades que nacieron a partir de 1998, al amparo del Decreto Legislativo Nº 882 (“Ley de promoción de la inversión en la educación”) han terminado convirtiéndose en empresas multimillonarias. Un estudio reciente revela que la familia Acuña, propietaria de las universidades César Vallejo y Señor de Sipán, está entre las veinte más ricas del Perú, por encima de los Wong. Para cautelar sus intereses, estos centros de estudios no han dudado en invertir parte de su cuantioso patrimonio, financiando campañas presidenciales y parlamentarias. El día de ayer, La República informó que este poderoso lobby incluye al menos a 16 congresistas. Los ingresos de estas universidades no guardan la menor relación con sus estándares de calidad. Solo así se explica que entre sus propietarios y rectores haya cantidad de plagiarios, analfabetos estructurales, sospechosos de lavar activos o afortunados que ganan salarios de más de dos millones de soles. Entre los defensores de este modelo de negocio se encuentran algunos fanáticos de la desregulación, cuyo argumento parece resumirse en la siguiente afirmación: “Es preferible tener una mala educación que no tener ninguna educación”. Ignoran el esfuerzo de miles de padres, que invierten hasta lo que no tienen para que sus hijos accedan a una educación superior, para tener oportunidades que para ellos nunca existieron. Los mercaderes de la educación aunque cumplen con otorgar un título al final de las carreras, lo hacen formando profesionales mediocres, que a la hora de ingresar al mercado laboral descubrirán la triste verdad: ellos y sus padres fueron estafados, y sus diplomas valen poco más que el cartón y la tinta. ¿A usted le gustaría cruzar un puente levantado por un ingeniero mediocre? ¿Ser operado por un médico chapucero? ¿Poner su libertad en las manos de un abogado que ignora la ley? Malos profesionales hay en todas partes: lo que no puede tolerarse es que el Estado los consagre y aliente, permitiendo que en el nombre de la libre empresa pueda llamarse “universidad” a un kiosco con un letrero. La Ley Universitaria de julio de 2014 fue un primer esfuerzo por corregir esta situación absurda y compleja. Ahí se establece una serie de exigencias, pensadas para elevar la calidad universitaria, como obligar a que todos sus profesores tengan una maestría, o que al menos un 25% esté en planilla. Si en los dos años y medio que vienen no llegan a adecuarse a la ley, los mercaderes de la educación pueden perder la licencia de estas minas de oro. Por eso están tan preocupados. La ley no es perfecta, y muchas de las objeciones que enfrenta deben ser debatidas y corregidas. Pero estamos ante un ataque matonesco e interesado, que no se puede aceptar.