Encuentro una antigua ficha universitaria, esos cartoncitos rayados donde copiaba las conjugaciones latinas para luego estudiarlas, en la que mi madre escribió al vuelo con plumón verde una nota para mí: “Gabriela: por favor cuídate. Necesitas estar al servicio de una meta tuya. El hombre nunca es una meta, es solo un acompañante. Hijita, te queremos. Acepta tus dudas y no tengas miedo de quedarte sola. Si piensas en los demás nunca estarás sola. Escribe. Pinta. Lo que te guste más. Un beso”. El mensaje va claramente dirigido a mi yo adolescente que tenía una vida más llena de decepciones románticas que la telenovela venezolana Cristal. Cada una de ellas podía sumirme en crisis de desesperanza, tardes y noches de agónico llanto y sensación más que palpable de hondo e irreversible vacío. Hoy somos más fuertes que nunca. Estamos empoderadas. Y, sin embargo, la posibilidad de la ruina personal siempre acecha. Y cuando ocurre vuelve la misma reflexión: es que no entiendo cómo pasó pero es verdad que llevo mucho tiempo abducida, sin dedicarme a mí, sin pensar en mí, sin dejar de pensar en ti. Olvidamos esa sencilla verdad que es la base para encajar los golpes que vienen de todas partes, incluso de los lugares más inimaginables, los más seguros. Ahora que encuentro ese mensaje de contundente sabiduría materna por casualidad y el color verde de sus palabras no se ha desteñido ni un poco, pienso que por su brevedad y vigencia amerita convertirse ahora mismo en un post-it eterno en la refrigeradora de cualquier casa: “necesitas estar al servicio de una meta, el hombre nunca es una meta”. Cambia hombre por lo que quieras. Hasta podría funcionar como tono de celular, con la voz en of firme de mi madre y su eco solemne, como en las películas. “Escribe. Pinta. Lo que te guste más”. Cuidar sin dejar de cuidarnos es la guerra preventiva.