Nunca había visto morir a alguien. Esta semana lo vi. Creo que lo vi. Tenía las cuencas de los ojos muy hundidas. Pero seguía siendo una persona. Casi al final noté que hacía un gesto último de resistencia. Un apretar de ojos. Y se fue. Y luego, alrededor de todo lo que él había sido, la vida continuó en sus prosaicas evoluciones. El gato se durmió y el niño despertó. La médico legista certificó.Había muerto un anarquista. Era el más veterano de los okupas de mi barrio y era uno más. Cuando lo conocí proyectaba videos de sus pinturas en las fiestas demenciales de los colectivos activistas. Su obra transitaba sin violencia sobre los cuerpos jóvenes que se agitaban con violencia. Luchó contra los bancos, contra las fundaciones, contra los gobiernos. No claudicó ni un solo instante. Pasó miles de noches sentado en escaleras conversando con alguien. Cuando peor se puso la cosa, paró desahucios, los de los otros y el suyo. Estuvo en las calles más tiempo del que estaremos tú y yo juntos. Se dejó la garganta y los años en los márgenes del sistema. Al final, supongo, llegó a mirar las cosas con esa lucidez sensata que tanto se parece a la calma, pero no lo es. Y se murió en casa, rodeado de jóvenes que lo entendieron y formaron con él algo parecido a un núcleo. Algo parecido a una familia. A la que eligió para vivir, luchar y también para morir. Hace años le pidieron que improvisara unas respuestas para un falso documental. Su personaje se llamaba Miguel y estaba muerto. Hay un video suyo hablando desde el más allá. ¿Qué más nos quiere decir? Le preguntan al final de la grabación. ¿Cuál sería su mensaje? Y el viejo anarquista, cuya cabeza está rodeada de flores, dice: “inmolaros y os espero, que esto mola”. ❧