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Domingo

“La desconfianza es una de las emociones más arraigadas en las sociedades latinoamericanas”

Mauricio García Villegas: “La clase política y las élites tienen una responsabilidad muy grande. Su incapacidad para crear sociedades más justas es una fuente importante de nuestro desengaño”.

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"Hay que encontrar una vía intermedia entre la democracia disfuncional y la tiranía. Y esa vía consiste en fortalecer las instituciones democráticas”. Foto: EFE

Llegó a Lima para hacernos una radiografía de nuestros países y encontró un auditorio que oyó con atención sus reflexiones en ciencia política, su elocuencia de profesor universitario y su don de explicar como el meticuloso columnista que es. El colombiano Mauricio García Villegas presentó en la Feria Internacional del Libro de Lima su última obra El viejo malestar del Nuevo Mundo. Ensayo sobre las emociones tristes en América Latina, sus desafueros y sus pesares (Planeta, 2023). Con sus páginas apunta, sin duda, a sociedades más igualitarias y a cambios de fondo en el sistema político que acaben con el clientelismo, la corrupción y la mediocridad.

En las últimas décadas, ¿cómo cree usted que el desborde de emociones, como el miedo excesivo, el resentimiento, la venganza, es decir, lo que llama las emociones tristes, han dificultado la convivencia social y el hacer política en América Latina?

Bueno, vivimos en una época emocional. Los medios de comunicación, las redes sociales, la publicidad, los ‘likes’, los videos, todo eso contribuye a la emocionalidad del mundo actual. Las redes sociales, por ejemplo, con sus intercambios de mensajes efímeros y altisonantes han capturado el mundo político. Lo que pasa allí, eso que llaman ‘tendencias’, se ha convertido en una guía para los periodistas y para los políticos.

De esta manera, con su emocionalidad explosiva y pasajera, las redes sociales les están imponiendo un curso a la sociedad. El gran peligro está en que la democracia y, en particular, el voto sean el reflejo de lo que está pasando en las redes y no de lo que la gente piensa en realidad. Es un peligro porque sabemos que el porcentaje de radicales y saboteadores que allí operan es mucho mayor que en la realidad.

Como parte de su análisis de las emociones, usted propone entender las contiendas políticas ya no entre derecha e izquierda, entre conservadores y liberales, entre malos y buenos, sino entre intransigentes y tolerantes. ¿Puede ampliar eso?

Las ideologías, cada una con su modelo de sociedad, explican algo de la polarización actual, pero no explican todo. Buena parte de lo que está pasando hoy en día en la vida social se debe a las emociones más que a las ideas. En América Latina hay mucho desengaño, mucha frustración, mucha rabia, mucho resentimiento (lo que Baruch Spinoza llamaba “emociones tristes”) y eso es lo que está moviendo la política. En la última década, casi todas las elecciones a presidente en de América Latina las ha ganado el partido de oposición. Esto se debe, en parte, a que el gobierno hace las cosas mal, pero también a que la gente ya no cree en políticos ni en instituciones. El desprestigio de los políticos se llevó por delante al desprestigio del Estado. El hastío está venciendo a la razón.

En América Latina en general hay una desconfianza abrumadora hacia lo político y los políticos, gobiernos y parlamentos tienen bajísima aceptación, como es el caso hoy del Perú, y los partidos están en un descrédito total. ¿Es uno de los efectos de las emociones tristes en nuestras democracias?

La desconfianza es una de las emociones más arraigadas en las sociedades latinoamericanas. Esto es propio de sociedades muy jerarquizadas, en donde unos pocos tienen mucho y la gran mayoría tiene muy poco. Así era en la época colonial.

Cuando llegaron las repúblicas, a principios del siglo XIX, cambiaron las normas, las proclamas, los discursos, todo ello en pro de la igualdad, pero la realidad social cambió poco. Parte de la desconfianza que los latinoamericanos tenemos en las instituciones proviene de esa brecha entre propósitos y realidades. No solo hay mucha desconfianza de los ciudadanos en relación con sus gobiernos, sino de estos en relación con los ciudadanos, también entre los mismos ciudadanos y entre los gobernantes al interior de las instituciones.

La desconfianza se convierte en un círculo vicioso que carcome nuestros proyectos colectivos: mientras más se desconfía, menos se colabora, menos éxito tienen los proyectos y, claro, más se desconfía. La gente tiene, por supuesto razones para desconfiar, pero con mucha frecuencia exagera en ello. Se desconfía por principio, ni siquiera se da el beneficio de la duda y, claro, eso hace que la tarea de gobernar sea más difícil y que las posibilidades de fracaso de los gobiernos sean mayores.

“Las élites han creado un tipo de sociedad en la que se premia muy poco el esfuerzo y el talento”. Foto: Ariel

Dice usted que el principal enemigo de los latinoamericanos somos nosotros mismos. En realidad, ¿no han sido y siguen siendo una traba al desarrollo la clase política y las clases empresariales, las que no han estado a la altura de nuestra historia para vencer las grandes dificultades de nuestras naciones?

Ambas cosas son ciertas. Cuando digo que los latinoamericanos hemos sido víctimas de nosotros mismos, más que de una potencia extranjera, me refiero a la devastación que han causado las guerras civiles y los conflictos internos en nuestros países. Hemos tenido guerras internacionales e intervencionismo extranjero, a veces de corte imperialista, pero nuestros grandes pesares, la mayor parte de nuestras tragedias, vienen de la enorme dificultad que hemos tenido para entendernos entre nosotros mismos y para emprender proyectos comunes. Alguna vez le preguntaron a un profesor japonés que trabajó muchos años en Colombia cuál era la diferencia entre un colombiano y un japonés, y él respondió lo siguiente: “Un colombiano es mejor que un japonés (mera cortesía, por supuesto), pero dos japoneses son mejores que dos colombianos”.

En América Latina somos buenos en los oficios individuales, pero en las empresas colectivas solemos tener muchas dificultades. Hemos tenido una cantidad de buenas ideas y de buenos proyectos, pero mucho de eso ha sido frustrado, estropeado, por nuestra incapacidad para entendernos como sociedad. Ahora bien, lo otro también es cierto. No todo es culpa de nuestra incapacidad para juntarnos y colaborar. La clase política y las élites que tenemos tienen una cuota de responsabilidad muy grande. Su incapacidad para crear sociedades más justas, más igualitarias y más transparentes es una fuente importante de nuestro desengaño. Por su culpa la gente no cree en lo colectivo, en lo público. Las élites han creado un tipo de sociedad en la que se premia muy poco el esfuerzo y el talento (los futbolistas y los cantantes son una excepción); en cambio, se premian las palancas, las relaciones de clientela, las conexiones personales y no pocas veces la ilegalidad y la corrupción.

Todo eso ayuda a explicar el individualismo latinoamericano, la desconfianza y el desengaño de lo público. Y ambos problemas, el de la sociedad enemiga de sí misma y el de las élites, se refuerzan entre sí. Otro círculo vicioso.  

¿El desborde de las emociones políticas y la incapacidad del Estado para resolver la desigualdad social favorecen al populismo radical? Se lo digo porque en nuestros países afirman que los demócratas no resuelven los problemas crónicos de la sociedad, ¿eso no abre el camino para que autoritarios o populistas radicales lleguen al poder? ¿Puede haber más Bukeles en nuestro continente?

En el continente pasamos con mucha frecuencia de la anomia al despotismo. Ante la insatisfacción que produce la democracia constitucional para resolver los problemas básicos que padece la sociedad, como la inseguridad o la injusticia social, se adopta la solución desesperada de eliminar la democracia y abrazar el autoritarismo. Pero este recurso es una mala solución, como lo ha mostrado la experiencia latinoamericana a lo largo de su historia y como lo muestran hoy los casos de Nicaragua, Venezuela y El Salvador.

Hay que encontrar una vía intermedia entre la democracia disfuncional y la tiranía. Esa vía consiste en fortalecer la eficacia y la legitimidad de las instituciones democráticas. Las sociedades que funcionan bien combinan emociones y reglas; legitimidad y eficacia. Algo parecido ocurre en las familias. Los buenos padres combinan amor con reglas. Un padre autoritario solo piensa en imponerse; uno alcahuete solo piensa en complacer al hijo. En cambio, un buen un padre, o una buena madre, entrega afecto y pone límites. Ahí está la fuente de la armonía familiar; el antídoto contra la sumisión injusta o contra la rebeldía irrefrenable. Algo parecido pasa en las sociedades. En las democráticas que funcionan bien, la gente tiene los medios para rebelarse, pero no tiene los motivos para hacerlo; en las tiranías, la gente tiene los motivos, pero no tiene los medios; y en las democracias que funcionan mal, con poca legitimidad y poca eficacia, la gente tiene los medios y los motivos para levantarse contra la autoridad.

Uno de los postulados de su libro es que las emociones tristes, como el miedo y la venganza, han menoscabado la acción política y los proyectos a futuro, ¿no han sido también, en diversas partes de nuestra historia, motores de cambio, de transformación? ¿Será posible reemplazarlos por la razón, por el sentimiento de unidad, en la cultura y la política?

Es posible. El odio contra la clase dirigente puede ser el germen de un cambio social conveniente. No niego que tal cosa sea posible, pero no creo que sea el mejor camino para avanzar. Buscar consensos, en principio, es mejor que buscar conflictos. Mi libro no es un libro contra las emociones. “Nada importante se puede hacer sin una buena dosis de pasión”, decía Hegel. Tampoco es un libro contra las emociones tristes. Es más bien un llamado de alerta contra el exceso de ciertas emociones, sobre todo en la política.

El miedo, la rabia y el resentimiento son inevitables, lo que tenemos que hacer es precavernos contra su desbordamiento. Esa es una vieja idea. Los griegos clásicos sabían que la ira y la venganza pueden ser más perjudiciales para el pueblo que siente esas emociones que para sus enemigos. Por eso pensaron que había que crear instituciones que nos protegieran contra ese desenfreno. El derecho y las instituciones políticas son ese antídoto.