Cuando retornó de San Diego, California, el profesor y musicólogo José Ignacio López Ramírez se dio de narices con una verdad algo amarga. Volvía de los Estados Unidos, tras estudiar el pre y post grado en Artes, con especialización en Música, con ganas de inyectarle sangre nueva a las aulas universitarias. Había sido profesor asistente en un curso de heavy metal de la University of California, y quería replicar la experiencia en un campus limeño. Sin embargo, poco tiempo le hizo falta para darse cuenta de que, en el Perú, el metal -ese género musical de sonidos extremos que rompe con los convencionalismos- aún es visto como la oveja negra. Fue muy difícil incluirlo como un curso del plan de estudios.
“Aquí se estudia la música desde una perspectiva muy cuadriculada. Solo son aceptados como objetos de estudio los géneros que tienen un discurso folclórico, indigenista o político, y como el metal no tiene nada de eso, lo consideran extranjero y queda fuera de nuestra cultura musical”, dice López Ramírez,"Nacho" para los amigos, muy popular en la movida underground local, pues no solo es un intelectual que la estudia sino que también es un metalero cabal.
los ochentas, fue uno de esos chicos raros que empezaron a llevar la melena larga, vestían de negro y usaban anillos y aretes como es de ley en la horda de los headbangers. Por expresar su identidad a través de esta estética fue expulsado de la casa de varios amigos. El prejuicio siempre ha sido el gran muro con el que han chocado los metaleros. Quien no conoce de cerca esta subcultura piensa que quienes la conforman son jóvenes violentos, que consumen drogas y alcohol, y que son adoradores de Satán. Antisociales, en suma, que escuchan música estridente y sin sentido. De esta falsa percepción, incluso, no se ha despercudido el mundo académico que -como contaba el profesor López Ramírez- fue hasta hace unos años reacio a reconocer al metal como materia de análisis.
“El metal -como el rock subterráneo- ha protagonizado uno de los episodios de la historia de la música popular peruana. La comunidad metalera es grande y forma parte de nuestro tejido cultural, no la podemos obviar. El metal también refleja lo que somos como peruanos”, enfatiza el también investigador de jazz y música electrónica que, contra viento y marea, logró dictar un curso básico de metal en las clases de la maestría de Musicología de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Fue una experiencia casi profética porque allí conoció a algunos estudiantes que estaban investigando la escena metalera por su cuenta. El profesor supo que no estaba solo. De forma extracurricular se agremió con ellos para formar el primer Grupo Peruano de Estudios del Metal (GPEM). Una especie de hermandad que tiene como objetivo discutir temas relacionados a la evolución del género musical en el país.
“No, el metal peruano no sólo es el que añade quenas y charango a sus composiciones como lo hace Kranium. El metal peruano es el que está hecho por músicos peruanos y punto. No hay más que explicar”. Arturo Rosas es profesor de filosofía y discípulo de “Nacho” López Ramírez en el grupo de estudios. Él está convencido de que el metal peruano no es una imitación del anglosajón, y que realmente le pusimos nuestro sello cuando se volvió parte de la cultura subterránea en los ochentas. Hay innumerables vestigios que dan prueba de que el movimiento no fue una moda pasajera, sino que marcó un cambio de estilo de vida para muchos e, incluso, tuvo repercusión fuera de Lima.
Recortes de periódicos; fotografías de bandas emblemáticas limeñas y del interior del país entre las que resaltan Masacre, Anal Vomit, Mazo, Trauma; canciones emblemáticas, fanzines, cassettes, viejas guitarras y bajos. Todo ha sido recopilado por el GPEM y puesto por primera vez en exhibición en una de las salas del Ministerio de Cultura. “Espíritu del metal: 40 años del metal peruano”, así se llama el montaje que es de ingreso libre. “Hay muchos prejuicios sobre los metaleros y esta exposición podría ayudar un poco a borrarlos”, dice el egresado de Historia, Guillermo Palma.
“Ninguno de nosotros ha estado libre de comentarios desinformados, como que somos violentos o que chupamos hasta morir. Incluso, conmigo son prejuiciosos los propios metaleros. Porque soy mujer piensan que no escucho la música que me gusta y que visto así por pura pose”, añade la filósofa Lucía Gómez. Estos jóvenes investigadores no son músicos, son metaleros de corazón, y han incorporado a sus vidas los preceptos de esta contracultura que tiene una peculiar forma de ver la vida.
“Una de las principales características de los metaleros es que creemos en valores como la lealtad, el amor, el honor, la lucha por el desarrollo personal, somos románticos e idealistas”- interviene “Nacho” López Ramírez- quien explica la simbología que a muchos les resulta amenazante: “Los dibujos satánicos son una expresión de rechazo a la hipocresía de la Iglesia Católica. No nos cortamos el pelo para romper con la imagen del hombre convencional. Vestimos de negro y llevamos en el pecho los nombres de nuestras bandas favoritas para reconocernos entre nosotros”.
El metal llegó al Perú en plena crisis política y social, y aquella música extrema fue para sus seguidores una forma de resistencia. “Rompimos con la política, con la religión, con la familia, con los preceptos morales, y nos internamos en un mundo paralelo, las letras de las canciones nos remitían a lugares fantásticos y épicos. Creamos nuestras propias reglas, fuimos, ciertamente, anarquistas”, añade el profesor. Lo irónico es que hoy el metal, esa tribu de almas indomables que reniega de las convenciones sociales, ha salido de la cueva y se ha infiltrado en un espacio oficialísimo, una sala de exposición estatal. Es la polémica que ha despertado la exhibición organizada por el GPEM en la comunidad.
“Las críticas son muy bien recibidas. Lo importante es que se está volviendo a hablar del metal, y que está despertando el interés de la academia como objeto de estudio”, finaliza “Nacho”, quien, nostálgico, agrega que nada distingue más al metal peruano que ese sonido sucio característico de las canciones ochenteras que fueron grabadas en conciertos en vivo. Ha oído que hay quienes prefieren escuchar estas producciones caseras antes que las remasterizadas en sofisticados estudios del extranjero, les gustan más porque les recuerdan a una época de carencias de la que escaparon a través de esta música. El metal no está muerto. Vive.