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Cultural

Julio Ortega y el viaje de la memoria

Confesiones. El escritor y crítico literario peruano ha publicado La comedia literaria, un libro que desanda lo vivido en ese territorio grande que es la literatura latinoamericana.

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Campo letrado. Julio Ortega revela encuentros y situaciones con diversos libros y autores.

Por: Alonso Rabí do Carmo

¿Cómo seleccionar pasajes de una vida para ser convertidos en lenguaje? ¿Cómo enfrentar la imposibilidad de representar la totalidad de la experiencia o afianzar la credibilidad del relato? Imagino que estas son preguntas que se hacen (o no) quienes emprenden un proyecto autobiográfico. Así, la variedad de criterios es tan diversa como los posibles estilos: no hay dos memorias, dos autobiografías iguales. El discurso en cada autor es, literalmente, una huella digital.

Digo esto a raíz de la lectura de “La comedia literaria”. Memoria global de la literatura latinoamericana (PUCP-Cátedra Alfonso Reyes, 2019), de Julio Ortega, una memoria llena de detalles sorprendentes y que no se preocupa por desmarcarse de cierto aire ficcional. El inicio del libro es una “biografía de la lectura”, un recuento de la influencia que ejercieron en el autor tres notables maestros en la Universidad Católica: Luis Jaime Cisneros, Onorio Ferrero y Armando Zubizarreta.

La lectura como método de trabajo y de formación crítica, o como placer estético y deslumbramiento, es la primera piedra. Esa “biografía de lector” va acompañada de sus inicios en la escritura literaria y recuerda que De este reino, conjunto de sus primeros poemas, fue acogido por La Rama Florida, notable y diminuto invento del finísimo poeta Javier Sologuren.

La estrategia de Ortega es una combinación de discursos que construyen relatos diversos: el encuentro con la academia, el origen de la vocación literaria, el llamado de la lectura crítica, los pasajes de infancia y adolescencia de mayor significación, sin que necesariamente exista una rígida secuencia temporal.

Tópicos no faltan: el padre desposeído o el hijo adolescente que despierta al malestar social y se incorpora a la vida académica y al periodismo con la misma intensidad. Un asunto transversal a la narración de Ortega es la amistad, esa especie de complicidad flexible, en el sentido de que puede ser materia radicalmente íntima o motivo de exhibición sin rubor alguno. Antonio Cisneros, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Javier Heraud, Heberto Padilla, Emir Rodríguez Monegal, José Emilio Pacheco, entre cientos, son nombres que adquieren en el relato de Ortega una cómoda y sincera familiaridad.

Cada viaje, cada encuentro, supone un entramado de relaciones y afectos, sazonado a veces por algunas tragedias, como el del terremoto de 1970: “…pronto las noticias revelaron la geografía del desastre, y en un taxi salí apenas pude a Chimbote, temiendo lo peor (…). Caminé sin aliento, pero al llegar a mi calle vi que estaba de punta a punta en los suelos, reducida al bochorno de una intimidad rota y expuesta. No pude reconocer el lugar de la casa paterna…” (p. 83).

Sin olvidar dislocaciones elaboradas con inteligencia: “Ahora que apuro esta página me doy cuenta de que siempre he estado escribiéndola. Cien páginas antes la escribía en Barcelona, un año después la escribo en La Habana. El lenguaje va encendiendo la memoria y una ciudad despierta en un tiempo presente y escrito, más amplio” (p. 143). El tiempo de la escritura y el de la representación, extremos que conviven tensamente en la memoria: nos acerca al fuego del recuerdo, pero nos aleja de la tentación totalizadora, porque en ese caso el relato sería interminable.

En suma, una memoria que debe bastante a lo formativo, ya que constituye no solo un ejercicio de reconstrucción sino también de cambio en el temperamento, y en la mirada de su autor. A riesgo de equivocarme, afirmo que La comedia literaria marca un hito en el discurso autobiográfico peruano, al establecer una sutil analogía entre el relato de la memoria y el bildungsroman, a lo que debe añadirse el carácter testimonial por el hecho de haber protagonizado una de las aventuras intelectuales más intensas de la historia cultural latinoamericana. Ahí descansa uno de los grandes méritos de este volumen, que termina con una petición de principio: “La literatura es la inteligencia de nuestro mundo” (p. 533). Nunca más de acuerdo, Julio