Con la firma del alto al fuego entre el presidente Juan Manuel Santos y Timoleón Jiménez “Timochenko”, Colombia le pone final al conflicto interno más prolongado del hemisferio occidental. Después de 52 años de una carnicería que costó la vida a más de 220 mil personas, produjo cerca de cinco millones de desplazados y empujó al país en el subdesarrollo, era de esperarse que las conversaciones iniciadas en marzo del 2011 fueran duras y complejas. Ha sido una victoria de Santos, quien se jugó el pellejo en este proceso de paz, a pesar de todos los riesgos. Álvaro Uribe, su gran opositor desde el principio, ya adelantó que con este acuerdo “la paz queda herida”. Lo dice por las duras concesiones hechas por el Estado, como la justicia transicional para los crímenes de las FARC, la falta de reparación civil a sus víctimas o la posibilidad de incorporarse en la vida política. Aunque se espera que la mayoría de colombianos ratifique el acuerdo por referéndum, a pocos los entusiasma dejar de lado las atrocidades perpetradas por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), para permitirles integrarse a la vida civil. Solo lo hacen porque comprenden que es la salida menos onerosa y más realista a una guerra cuya solución militar parecía cada día más lejana. La otra alternativa era mantener las cosas como estaban, con la cuenta de los cadáveres y la destrucción subiendo. ¿Qué pasará ahora con las FARC? Como lo pronostica el escritor Carlos Granés en el diario El Espectador, lo más probable es que desde su incorporación en la democracia, vivan un irreversible proceso de deterioro y declive. Sin el fusil en la mano, perderán el principal respaldo para sus argumentos. “Obligados a proponer leyes, a negociar, a debatir y a regirse por unas normas mínimas de convivencia democrática, están condenados a languidecer y pasar a la absoluta irrelevancia. Paradójicamente, creo que su influencia en la vida pública será menor dentro de las instituciones que fuera”. Pocas horas después de que la sociedad colombiana diera esta muestra de madurez y modernidad, el Reino Unido apuntaba en el sentido contrario, y dejándose llevar de las narices por los argumentos del nacionalismo más oscurantista, aprobaba por un estrecho margen el Brexit, su salida de la Unión Europea. No importaron las advertencias sobre unas consecuencias económicas catastróficas que ya comenzaron a sentirse, con la caída de la libra a mínimos de 1985 y el hundimiento de los mercados. Ahora junto al ex alcalde de Londres Boris Johnson y a Nigel Farage, líder del Partido de la Independencia del Reino Unido (Ukip), se alinea la extrema derecha de Donald Trump, Marine Le Pen, Geert Wilders o Matteo Salvini. A ambos lados del Atlántico, las celebraciones serán muy diferentes.