Pero la desesperación de Marguerite es la vida de Robert. No soporta la sola idea de no encontrarlo o de hallar el cadáver en una carretera.,No, no voy a hablar de nuestra dolorosa democracia. Tampoco del doloroso espectáculo de la corrupción —en realidad, indignación es el sentimiento adecuado— ni de los dolores múltiples de encontrarnos en una crisis sistémica que, en realidad, mucho le debe al formato de capitalismo latinoamericano-achorado en el que estamos sumergido, aunque lo nieguen en todos los formatos la CONFIEP, los periodistas neoliberales y los políticos achorados. No, no voy a hablar de todo eso. Hoy hablaré de algo sublime: de literatura. El Dolor es un texto —inclasificable— de una de las mejores escritoras de todos los tiempos, la francesa Marguerite Duras. Es la historia de una terrible espera: está terminando la II Guerra Mundial y los aliados van liberando uno a uno los campos de concentración y los campos de exterminio de los nazis y los prisioneros, como pueden, van regresando a sus pueblos —no se puede decir hogares porque lo perdieron todo. Marguerite Duras ha escrito un terrible diario sobre esos días en que espera a su esposo, el intelectual judío Robert Antelme. Es el tiempo de la oscuridad en el que los perpetradores se convierten en víctimas y en que las mujeres se desesperan por la poca información sobre aquellos quienes deben regresar. Alberto Isola y la extraordinaria Alejandra Guerra han revivido El Dolor en una puesta en escena que ha paseado por varias salas, la última donde la he visto este fin de semana ha sido en el Lugar de la Memoria. El espacio es perfecto para entender las historias de todas esas mujeres que luchan contra la espera, la escasa información, la duda sobre si está muerto o vivo, el esperado. La escenografía es minimalista, apenas un teléfono, las luces, un sobretodo. Toda la obra se sostiene sobre el cuerpo y la voz de la actriz interpretando a Duras. Pero no solo habla la voz de Duras, sino que la dificultad de llevar al plano de lo oral un texto escrito para ser leído como un diario, es el trabajo con las otras múltiples voces que aparecen en escena, entre ellas la de un joven Francois Mitterand líder de la resistencia francesa; Guerra interpreta todas esas voces y la de Duras con verdadera maestría y apenas requiebros para diferenciar una de otra. La interpretación de Alejandra Guerra es tan intensa que el público aplaude de pie al final de la puesta en escena. Guerra pronuncia con intensidad cada palabra: “El dolor es tan grande, se asfixia, no tiene aire. El dolor necesita espacio. Hay demasiada gente en las calles, quisiera avanzar por una gran llanura, sola. Justo antes de morir debió de decir mi nombre. A lo largo de todas las carreteras de Alemania, hay hombres y mujeres tendidos en posturas semejantes a la suya. Miles, decenas de miles, y él”. No es nada fácil esta obra: se trata del día a día de una desesperación. Es la misma autora, no una ficción, quien espera a ese hombre que fue detenido hace varios años y de quien no ha sabido nada, excepto que sobrevivió a Bergen-Belsen y a Dachau: dos de los peores lager. Quien viaja día y noche para poder salvarlo es D. en el libro, en la realidad Dionise Mascolo, el padre del único hijo de Marguerite Duras. Exacto: amante y esposo regresarán juntos a la casa de París. Pero la desesperación de Marguerite es la vida de Robert. No soporta la sola idea de no encontrarlo o de hallar el cadáver en una carretera. La obra termina cuando Marguerite lo ve entrando por la puerta de la casa: “un hombre ha sobrevivido de los campos de exterminio: es Robert”.