En nombre de la “reconciliación” han disparado la polarización. Desde fines de los 90 el país no vivía un clima como el que el reciente indulto político ha generado ni, tampoco, el activo y unánime cuestionamiento internacional en el ámbito de Naciones Unidas y en el interamericano. Eso es lamentable, pero lo es aún más cuando se acentúa el problema recurriendo a un lenguaje retrógrado y confrontativo. Porque pretender oponer la Constitución a las decisiones de un tribunal internacional –como la Corte Interamericana– del que es parte el Perú por decisión soberana, es ajeno y contrario al lenguaje y conducta de un gobierno democrático. En democracia el sistema internacional complementa el orden interno y corrige estropicios, si así corresponde; eso está establecido en la Constitución. Parecería, sin embargo, que hay una especie de “curarse en salud” de la cuestionada jefa del gabinete en preparación de lo que se sospecha podría ser un cuestionamiento jurídico internacional a un indulto “humanitario” cuya esencia política es a estas alturas inocultable. ¿Hay razón para esa preocupación? Difícil saberlo pues es esta la primera vez que se le planteará al tribunal interamericano la necesidad de resolver jurídicamente sobre la compatibilidad –o no– de un indulto político a alguien condenado por graves violaciones. Habrá que estar atento a lo que se decida pero sí cabe destacar cuatro aspectos bastante claros. Primero lo primero: no hay oposición entre el pleno respeto a la Constitución y el cumplimiento de las decisiones vinculantes (obligatorias) de un tribunal internacional del que es parte el Perú. Esta supuesta disyuntiva no tiene sustento jurídico y sólo revela un enfoque regresivo y desfasado de los tiempos que corren. Un deja vu en el Perú de Fujimori de fines de los 90 o en la Venezuela de Chávez-Maduro. Es al revés: es obligación que las interpretaciones sobre derechos se hagan conforme a los tratados internacionales. Segundo, que hay tratados y una jurisprudencia sostenida en el sentido de que las graves violaciones de derechos humanos tienen que ser investigadas y sancionadas. Este concepto general se ha traducido en repetidas condenas a las amnistías o “autoamnistías”, dejadas –todas– sin efecto con la consecuencia lógica de ello. Cuánto de este razonamiento se extenderá –o no– a medidas, como los indultos, es un asunto que la Corte Interamericana dilucidará. Tercero, un “indulto humanitario” en abstracto podría no estar, conceptualmente, en abierta contradicción con el derecho internacional si es que, por ejemplo, realmente fuera cierta y grave la afectación de salud del condenado. Personalmente estaría de acuerdo en aplicarlo. Sin embargo, si las circunstancias concretas apuntasen, más bien, a que eso sea sólo una apariencia y que se trataría de un indulto político, ello tendría consecuencias jurídicas. Cuarto, es facultad presidencial disponer indultos, pero es un serio error sostener que esa facultad es absoluta o que se encuentra exenta de control. No es así. Los pesos y contrapesos institucionales en un Estado democrático incluyen la posibilidad de que una autoridad judicial –nacional o internacional– deje sin efecto un indulto presidencial. Esto ha ocurrido ya. Por ejemplo, en el caso de Crousillat (2011) cuando el TC anuló el indulto humanitario debido –ojo– a la “distorsión de la real situación médica del favorecido” al no ser cierto que su estado de salud era grave. En clara afirmación de su propia facultad, el TC estableció en ese caso que “el goce de un derecho presupone que éste haya sido obtenido conforme a ley”. Si el propósito declarado con este indulto, calificado como “humanitario” por quien lo dispuso, hubiese sido realmente promover la reconciliación –objetivo loable– el manejo tendría que haber sido serio, riguroso y no tan chambón. Por ejemplo, constituyendo una junta médica de peso y calidad incuestionable en su independencia y rigor. Además, insertando cualquier paso pasando por el respeto a los derechos de las víctimas y algo elemental que se debería haber exigido al beneficiado como pronunciarse públicamente sobre lo inaceptable de alentar o tolerar desde el gobierno un escuadrón de la muerte u otros atentados a los derechos fundamentales. No fue este, sin embargo, el camino recorrido para el obsequio navideño.