La expresión “perder el conocimiento” se asocia en términos coloquiales a desmayarse o perder la conciencia. En términos médicos se le llama un síncope o un síndrome neuromediado o vasovagal. Solicito al lector la venia para darle otro giro a esta frase y tomarla en un sentido literal: perder la capacidad de conocer. La lectura de sendos artículos de Miguel Giusti –La Universidad Humanista–, en El Dominical de El Comercio, y Raúl Tola –Los Clásicos Responden–, en La República, me lleva a esta reflexión. El texto de Giusti, filósofo y profesor de la PUCP, alerta sobre la tendencia a recortar o eliminar los cursos de humanidades en la formación universitaria. Asimismo, acerca de la progresiva burocratización de la vida académica, en función de un sometimiento gerencial a procesos cuantitativos destinados a adaptar la vida universitaria a un mercado con exigencias de productividad económica: “de modo tal que los profesores somos ahora ‘proveedores’; los alumnos ‘clientes’; las investigaciones ‘resultados’ o ‘productos’, y así sucesivamente.” Este triunfo de la cantidad sobre la calidad, de la superficialidad sobre la profundidad, no es del todo nuevo. Lo alarmante son los niveles paroxísticos que ha alcanzado. Una de las experiencias más determinantes de mi vida fue mi paso por Estudios Generales Letras en la PUCP. Una de mis hijas está haciendo lo propio estos días y lo que me cuenta es muy similar a lo que yo viví: un descubrimiento deslumbrante de la universalidad del conocimiento, de la complejidad de la sociedad. Eso es lo que esta tendencia a reducir la vida universitaria, por la vía legal, a un sistema de indexaciones en donde las humanidades son cada vez más prescindibles, amenaza con destruir. El psicoanalista belga Paul Verhaeghe lo expresa así: “Tomará un tiempo antes de que el Narciso posmoderno perciba las ruinas de la sociedad tras el vacío de su espejo”. En contrapartida, la ignorancia gana terreno. Los tuits de algunos congresistas como Karina Beteta, Carlos Tubino o Héctor Becerril revelan esta revancha del desconocimiento del lenguaje, de la complejidad humana, de la sociedad. La soberbia con la que perpetran estos atentados cotidianos contra la formación humanista, a la que ven como arrogancia caviar o incluso desvarío terruco, debería hacernos pensar sobre las consecuencias de arrasar con los cursos que no están supeditados al éxito económico o a la productividad tecnológica. Raúl Tola, escritor y periodista, cita un libro reciente de Nuccio Ordine: La utilidad de lo inútil. Ordine, cuyo texto ya tenía anotado en un papel en mi corcho de lecturas pendientes, nos recuerda la pertinencia de los conocimientos que no producen “beneficios” (léase económicos). En mis años de estudio en Francia aprendí la importancia de la formación humanista de las elites en general: empresariales, políticas, intelectuales. Espero que no sea tarde para advertir el peligro y contrarrestar este creciente desprecio por la cultura humanista.