Todos quienes la vivimos recordamos aquella noche en que la televisión nacional publicó un cintillo entre su programación habitual que decía: “capturan a Abimael Guzmán”. Muchos pensábamos, también la policía, que el susodicho “Presidente Gonzalo” estaba muerto y que sus seguidores, organizados en compartimentos estancos, seguían órdenes de otros miembros de la cúpula para mantener el misterio. Algunos años antes, el fenecido Diario Marka, había publicado lo que ellos denominaron “La entrevista del Siglo”, y leyéndola uno podía darse cuenta de la mediocridad intelectual de Guzmán, pero también, de su astucia estratégica. Por eso se llevaba tan bien con Montesinos: ambos son dos egomaniacos con un barniz de información que no han profundizado en conocimiento. Leyendo las memorias de Lurgio Gavilán podemos conocer que esas “masas” de SL se llenaban de piojos, comían de un solo plato cuando podían servirse una sopa de chochoca y, primero por miedo y luego por poder, mataban a sus próximos, huían y traicionaban, finalmente, algunos morían en nombre de la revolución sin saber qué era. El caldo de cultivo fue la miseria y la injusticia pero también la ignorancia. Carlos Iván Degregori la llamó “la revolución de los manuales” porque en lugar de ir a las fuentes bebían un marxismo masticado y chato. La conceptualización de un socialismo justo se deformó en el camino buscando sobre todo imponer, a sangre y fuego, el bastardo pensamiento Gonzalo. ¿Y ahora regresará el terrorismo senderista? No lo creo. Algunos opinólogos sostienen que sí, como Alfredo Torres. Pero debemos advertir que es muy peligroso sostener, como lo ha hecho él en El Comercio, que el terrorismo es antecedido por la protesta social. Eso implica, mutatis mutandis, que si protestas puedes ser terrorista. Ese razonamiento es perverso. La protesta es un derecho reconocido por tratados internacionales y por la Constitución. La protesta no tiene por qué implicar violencia. ¿Entonces debemos hacer borrón y cuenta nueva? Jamás. Debemos proponer una estrategia de memoria que no deje en el olvido a las más de 170 mil víctimas de ambos lados en ese período de violencia política que devastó a los más vulnerables de nuestro país. La reconciliación implica una memoria previa que nos permita enterarnos de todas esas historias y establecer un puente de empatía con las víctimas, luego de que se haya hecho justicia. La sanción y el cumplimiento de la sanción son imprescindibles para avanzar en este camino. Pero antes, todos los perpetradores deben de pedir perdón. Debemos arrancar el tema del perdón del ámbito religioso para plantearlo con fuerza cívica dentro del ámbito de lo público y lo político. El perdón debe ser una política de Estado, no para obligar ni a los perpetradores ni a las víctimas a someterse a sus escrutinios, sino para probar un diálogo entre peruanos que se odian y desprecian mutuamente. El perdón no es humillación es un derecho: del que lo solicita, del que lo otorga. El odio incita a la violencia y la violencia no tienen sitio en el Perú del Bicentenario.