El 12 de setiembre de 1992 tuvo una noche difícil de olvidar. Era sábado y veíamos en casa una pelea de box. Un cintillo corrió la pantalla. Se anunciaba que la policía había atrapado a Abimael Guzmán, el líder de las crueles y sanguinarias huestes de Sendero Luminoso que ese año se habían cebado matando inocentes en Lima, después de someter a los Andes peruanos, en particular a Ayacucho, a un baño de sangre de horror. En 1992 no teníamos Internet, ni teléfonos celulares. Nuestro medio de comunicación familiar era el teléfono fijo (un bien escaso) y, para las noticias, la radio, la televisión y los periódicos. No recuerdo nada de la pelea de box. Tenía a mi hija de días de nacida en los brazos. La pobre aguantó, como toda su generación, los bombazos y el olor a gasolina de los grupos electrógenos que nos dieron electricidad ese año. No se cómo explicar la mezcla de emociones. Por un lado, una indudable alegría, la esperanza de que podíamos salir del infierno. Pero también miedo. En las primeras horas no se sabía mucho. Una contra ofensiva terrorista vengando la captura del líder, asesinatos selectivos por todo el país no eran una opción a descartar. Más de lo mismo, pero a una escala espantosa era una posibilidad. Tal vez por eso, a la mañana siguiente no hubo jubilo en las calles, ni marchas, ni vítores. También es cierto que ya había muerto tanta gente, teníamos tanto miedo, que el sentimiento que mejor describe el momento lo encontré mucho después: alivio. Al principio, no. Pero cuando los años pasaron, sí. Ya no había que reportarse a casa en cada apagón, ni buscar las velas y fósforos – siempre a mano – ni consolar a alguien porque otro no llamaba aún. Caminar sin la, entonces, Libreta Electoral, era suicida. No portar una identificación ya te hacía sospechoso. No respetar el toque de queda, ni el racionamiento eléctrico era vivir fuera de la realidad. Esa noche conocimos a Ketín Vidal. Le vimos la cara al “cachetón”. Una cara que la leyenda decía distinta y hasta muerto se le creía. Vimos a las mujeres que lo rodeaban con lealtad absoluta. Pero no vimos – por su propia seguridad – las caras del equipo del GEIN que permaneció en el anonimato por muchos años. Tal vez por eso fue fácil para otros arrogarse como triunfo el trabajo ajeno. No fueron semanas o meses. Fueron años de un paciente trabajo de inteligencia de agentes encubiertos, casi sin recursos, lo que logró la captura más importante de nuestra historia. Un trabajo en el que no se creía del todo ni dentro de la propia policía. Pero que tenía un objetivo claro y una estrategia dura, pero eficaz. Se dejó que la subversión atacara Lima, se le hizo creer que estaba segura y triunfante. Eso los descuido y facilitó el seguimiento policial. Cuando menos lo esperaban, les cayeron encima. Atrapado Guzmán, la subversión entró en su ocaso. No terminaron los actos terroristas de un día para otro, pero se espaciaron y su potencia disminuyó hasta desaparecer. El último atentado importante en Lima ocurrió días antes de la visita del Presidente Bush al Perú durante el gobierno de Toledo. Desde ahí, los enfrentamientos han sido militares y policiales en el VRAEM con fuertes vínculos con el tráfico de cocaína. Los detenidos hace 25 años han tenido destinos diversos. Han muerto en cárcel, han cumplido su sentencia, la cumplirán el próximo 12 de setiembre o se quedarán en la cárcel para siempre. Este último es el caso de Abimael Guzmán. De ahí que lo que queda de sus huestes hoy reclute jóvenes (que no vivieron lo que vivimos) para pedir su libertad como si fuera un preso político o un prisionero de guerra. No lo es. Aquí jamás habrá un acuerdo de paz, armisticio o capitulación. ¿Por qué? Porque hace 25 años Guzmán fue atrapado como un delincuente común y fue condenado (en dos procesos consecutivos para evitar objeciones al debido proceso) por el delito de terrorismo en sus formas agravadas. Fue vencido por la Policía Nacional del Perú. 10 años después manejaba mi auto. La misma niña que tenía en mis brazos la noche que atraparon a Guzmán me preguntó de pronto: “¿Qué es un terrorista?”. Me sorprendió. Mi hija no sabía lo que era un terrorista porque no tuvo que vivirlo. Ahí llegó el alivio. Y empezó la memoria porque un pueblo sin memoria repite su historia. Y ésta, no puede, jamás, volver a repetirse.