El Congreso de la República, las autoridades electorales y los especialistas viven genuinamente abocados a conseguir la mejor legislación electoral y partidaria. Aun cuando, a veces, lo mejor se reduzca a lo más conveniente para mi partido, o a lo que mi partido o facción crea que le resulta más conveniente, esta discusión es útil y necesaria. Y tiene su nudo gordiano en el financiamiento partidario (el público y el secreto). Mientras no haya igualdad en el acceso al financiamiento y a la publicidad, difícilmente podremos hablar de una democracia de personas. Debe haber sido también por esta consideración que los atenienses (a diferencia de los espartanos) preferían designar a sus autoridades por sorteo o por rotación, y no por los mecanismos de votación (que fueron básicamente generalizados por las instancias aristocráticas de la edad media: el papa, el emperador, los abades, etc.). Cuando nacieron los partidos políticos, ellos mismos se encargaban de buscarse el financiamiento. Con el transcurso del tiempo, y con el obvio encarecimiento de las campañas, los partidos reclaman ahora, no sin cierta razón, que sea el Estado el que los financie. Y este parece ser el criterio que tiende a aplicarse en casi todas partes. Esto viene a santo de lo que parece ser una curiosa paradoja: mientras más sutil y sofisticada resulta la discusión de las normas jurídicas menos interesado en ellas parece el público (que es mayoritariamente) no partidarizado. El mejor ejemplo es del voto preferencial. Nada destruye tanto a las organizaciones partidarias y, a la vez, nada parece más democrático a los ojos del elector. ¿Cómo olvidar a Mario Vargas Llosa, candidato presidencial pidiéndole a sus candidatos parlamentarios que dejen de despilfarrar dinero en sus campañas? O al propio Odebrecht de nuestros días (como Genaro Delgado Parker años atrás), declarar que ellos apoyan financieramente a todo candidato con posibilidades de éxito? ¿Cómo olvidar, por último, que hay países en que la campaña electoral se inicia recolectando primero dinero y solo en segunda instancia votos? Todos los casos de corrupción que hoy se discuten o investigan en el Perú corresponden a este cordón umbilical que une a la política con el dinero sucio. ¿Por qué asumir que los casos conocidos son la excepción y no la regla? ¿Por qué tomarlos solo como abusos y no como las vergonzosas normas opacas de funcionamiento del sistema? ¿Y si, aunque solo sea por ejercicio, empezáramos a pensar las cosas al revés?