Fines de septiembre de 1968. El gobierno belaundista había llegado a una crisis sin salida. Todos los partidos se habían dividido y se vivía una gran inquietud y desmoralización. El país estaba escandalizado con el acuerdo firmado por el gobierno con la International Petroleum Company, que traicionaba una lucha de décadas por la soberanía nacional. A esto se sumaba la primera devaluación del Sol en décadas y el escándalo del contrabando. La “pérdida” de la página 11 del contrato firmado con la IPC, que fijaba el precio al que el Estado vendería el crudo a la compañía, fue la gota que rebasó el vaso. Los estudiantes universitarios nos movilizamos, reclamando la recuperación de nuestro petróleo. En la Plaza San Martín menudeaban las bombas lacrimógenas, el rochabús lanzaba chorros de agua para romper las aglomeraciones estudiantiles y al borde de la plaza piquetes policiales arremetían contra los estudiantes repartiendo palos. Un policía con marcados rasgos indígenas corrió hacia Elena (así la llamaré). Ella era una muchacha alta, bella y vestía ropa deportiva. El policía alzó su vara para golpearla y los ojos de Elena centellearon: “¡Qué tienes, indio de mierda!”. La reconvención le salió de un lugar muy profundo, el policía se quedó con la vara suspendida en el aire y en la parálisis de ambos el tiempo quedó detenido. Ella estaba horrorizada de lo que había dicho; él aterrado de haberse atrevido a levantar la mano contra la Niña. En ese tiempo congelado se condensaban relaciones sociales cristalizadas de siglos, reflejos interiorizados como una segunda naturaleza. Elena deseaba sinceramente abandonar su clase de origen, “proletarizarse”, pero su nacimiento reclamaba sus fueros. Procesar esa irrupción victoriosa de su inconsciente debió tomarle años Para el policía, por otra parte, la servidumbre era una segunda piel, inadvertida por ser algo así como un órgano biológico más. Un taxi pasaba por la pista y Elena caminó hacia él rápidamente y con gran aplomo: ¡Taxi, taxi!”. Subió al auto y se alejaron raudamente. Siempre me he preguntado cuánto de lo que he narrado es exacto, pero sé que es verdadero. Es posible que el incidente no sucediera en esa movilización en particular sino en otra. Estuve en la Plaza San Martín, pero no en ese lado de la plaza. Un rato después y durante los siguientes días escuché innumerables versiones de lo sucedido. Con el tiempo, se multiplicó la gente que afirmaba haber sido testigo presencial del hecho; tantos que no era posible que hubieran estado todos. Elena negó siempre haber dicho lo que dicen que dijo, pero sus desmentidos tuvieron poco éxito. Quiero creer que mi versión condensa lo esencial de la historia. Para los lectores jóvenes, a los que esta historia les puede sonar inverosímil, es bueno recordar lo que era el Perú anterior a la reforma agraria, el fin del latifundio, la oligarquía y los gamonales. En el Perú de los años 60 había millones de indígenas que seguían sujetos a relaciones serviles de dominación. Un gamonal como Alfredo Romanville podía ordenar que le cortasen el brazo a una indígena que no se acercó a besarle las manos como saludo, cuando llegó a su hacienda, Huadquiña, con total impunidad, una historia denunciada por el propio José María Arguedas. Las atrocidades cometidas por los hacendados contra sus colonos, que Hugo Blanco narró, al explicar por qué impulsó las movilizaciones campesinas en La Convención y Lares, simplemente escarapelan. En junio de 1965, la revista Caretas publicó a doble página la fotografía de un hacendado cajamarquino cargado en andas por “sus indios”. Ese mismo mes estallaron las guerrillas del Movimiento de Izquierda Revolucionaria MIR y del Ejército de Liberación Nacional ELN, levantando como una bandera fundamental la liquidación del gamonalismo. El alzamiento fue derrotado rápidamente, pero tuvo un impacto profundo. Como Velasco Alvarado lo rememoró más adelante, los militares que fueron al campo y aplastaron a los guerrilleros llegaron a la conclusión de que estos tenían razón y que ese orden social inicuo no podía mantenerse más. En 1969 la junta militar de gobierno dio la ley de reforma agraria y en 1970 amnistió a los guerrilleros presos, porque era irracional mantenerlos en prisión por haber intentado llevar adelante las reformas que la junta misma estaba ejecutando. Las mentalidades, decía Fernand Braudel, son cárceles mentales de larga duración. Medio siglo después de estos hechos, el mapa mental del Perú sigue dándole la razón.