Se ha dicho que, con la elección de Luis Galarreta, de Fuerza Popular, para ocupar la presidencia del Congreso, Keiko Fujimori no solo se ha impuesto en su partido, sino que también ha lanzado una clara advertencia al sector albertista. Galarreta, por otro lado, expresa bien lo que es ese nuevo fujimorismo: militó en el pasado en Renovación Nacional, de Rafael Rey, luego en Unidad Nacional; también en el PPC, para terminar en Fuerza Popular. Tiene, por lo tanto, la lealtad del converso, pero también la del tránsfuga, a diferencia de Luz Salgado, por poner tan solo un ejemplo. Sin embargo, que sea Galarreta y no Cecilia Chacón, va más allá del pleito entre las dos alas del fujimorismo. Keiko lo ha puesto ahí porque sabe que si es necesario combatirá por igual al sector albertista y a su líder Kenji, como también al gobierno de PPK. Con ello demuestra dos cosas: que Kenji y sus seguidores tienen que ser derrotados sin fracturar el partido y que la fiscalización, por llamarla de algún modo, o presión sobre el gobierno, no solo continuará, sino que podría ser, incluso, mayor. En realidad, lo uno está ligado a lo otro. Por eso, una forma de no fracturar el partido es subsumir este conflicto en otro mayor. Es decir, intercambiar un conflicto interno por otro externo y así alinear al fujimorismo, ya no en torno a la liberación del padre, sino más bien tras una confrontación con el gobierno, con lo cual estaremos, posiblemente, frente a una redefinición del fujimorismo que implicará la subordinación de Kenji. No es casual que más de un congresista fujimorista haya dicho que los apellidos, esto es, el de Fujimori, no puede definir ni la naturaleza ni el horizonte futuro de Fuerza Popular. Es cierto, como también se ha dicho, que esta apuesta tiene un riesgo: la fractura del partido, pero también el de un contexto político difícil que hoy enfrenta y que bien podría llevar a Keiko a perder lo acumulado. A ningún observador se le puede escapar que hoy los políticos, incluyo a Keiko, están en un juego de pierde-pierde. Las encuestas son bastante claras al respecto. Pierde el Presidente, pierden el Gobierno y sus ministros, como también el Congreso, el Poder Judicial, los partidos y los principales líderes políticos. En realidad, pierden todos en mayor o menor medida. Keiko, como he señalado, es consciente de que un enfrentamiento interno la desgasta a ella y a su partido. Si la situación se agrava, Fuerza Popular pasaría a ser un partido más, como lo son ahora el APRA, Frente Amplio, PPC, AP y otros, devorados por los enfrentamientos internos. Pero también la puede devorar esta suerte de agujero negro en el que se ha convertido la política hoy en el país. La pregunta en este contexto es una: ¿hasta cuándo Keiko (y los demás partidos políticos) mantendrán este juego de pierde-pierde? Es decir, ¿quién tapará o pondrá fin a este agujero negro que ha sido provocado tanto por la ineptitud de este gobierno como por la crisis de los partidos y que se expresa en un incremento del radicalismo de la protesta social? Pasar de un juego pierde-pierde a otro que busque disminuir las pérdidas para comenzar a ganar, nos lleva a otra pregunta: ¿quién es capaz de poner cierto orden o, simplemente, orden en estos momentos de desgobierno que es, justamente, lo que define el momento político. En realidad, toda crisis política –y hoy la vivimos– es también, como dice Sheldon Wollin, una crisis de autoridad. Esto nos podría llevar a un escenario indeseable pero posible, puesto que toda crisis política se puede superar o se supera cambiando a la autoridad. Esta idea podría estar rondando no solo por la cabeza de Keiko Fujimori sino también de otros políticos que tienen problemas que no provienen de la política propiamente dicha sino más bien que se derivan de actividades “extrapolíticas”, como lo son la corrupción y su participación en el escándalo del Lavajato. El Brasil actual es un buen ejemplo de esta posibilidad. Por eso, el segundo año del gobierno de PPK será, creemos, decisivo: o se busca una solución a la crisis política –manteniendo o no la débil democracia que tenemos– o entramos a una fase de decadencia, es decir, a una crisis que persiste en un tiempo largo y que no encuentra una solución que nos permita pasar a una nueva etapa.