1. Del aeropuerto voy en Uber conversando con el joven chofer. Las banderitas del Perú flamean por todas partes. Me dice que vamos a llegar al toque, porque usa Waze, una aplicación de GPS que funciona como una comunidad de conductores que comparten información. Pero también me dice que él es más rápido que Waze. Y se pasa todo el camino corrigiendo las rutas. Me hace atravesar las laderas del Rímac, cortando por Santa Rosa, entre gallinazos y montañas de basura. Algún día, me confía, diseñará una app mejor que esta, que incluya una función para evadir las zonas peligrosas y vendrá Zuckerberg a pedirle que se la venda. Porque él se conoce todos los infiernos, sabe cómo llegar, cómo salir y, algún día, no tendrá que pasar por ahí. 2. La Feria del libro. Ford. Los mexicanos. Los post de Facebook. Las invitaciones para las presentaciones de nuestros libros. Los asistirán. Los meinteresa. La sala que te toca. Las presentaciones. Las ventas. Las críticas. Lo bien que está la literatura peruana. Los homenajes. Las antologías. Y en medio del ruido y la bruma una silueta solitaria, de furioso bronce, se dibuja sobre el malecón. Es Toño que me mira, desde ahí, donde el mar no termina y la tierra tampoco, y me cuenta que los perros no dejan de acercarse. 3. En la plaza de Barranco hay una megafiesta salsa. De pronto descubro que el escenario está lleno de militares. Es una orquesta del Ejército tocando salsa, mi Dios bendito. Hacen pasitos coreográficos con sabrosura. Bailan el público y los niños cadetes. Parece la fiesta del video de La Incondicional. “Mátala, mátala, mátala, no tiene corazón, mala mujer…”, cantan, “somos el Ejército del Peruuuuu. ¡Sabor!”. Le pregunto, al borde de la locura, a un cachaquito qué está pasando. Me dice: “es por 28 de julio”. Y yo insisto: “pero, ¿por qué están ustedes aquí, cantando salsa? “Por la patria”, responde, “por la patria”.