No sé por qué estoy escribiendo sobre Pablo Milanés. Bueno, sí lo sé. Solo yo lo sé. Me invitaron al Festival La mar de músicas. Ahí le daban un premio por su carrera. Había 1,500 personas pero solo yo me sabía todas las canciones. Los que solo se sabían “Yolanda”, la mayoría, me miraban extrañados. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué había hecho yo con mi vida? La única explicación publicable es que nuestra familia era muy fan de la revolución cubana y en casa, cuando yo tenía diez años, los discos del Querido Pablo dieron millones de vueltas. Millones. Sus grandes éxitos, sin embargo, no eran temas políticos sino canciones de amor. Pero raras para mi edad. Podrían ser canciones de… ¿cómo definirlas? ¿amores maduros? Por primera vez pensé que Pablo había estado componiendo temas sobre el declive erótico, la falta de deseo, el acecho de la vejez, el paso inexorable del tiempo, ¡cuando tenía mi edad! Que las cantara ahora tenía todo el sentido del mundo, pero ¿antes? ¿Por qué se había preocupado por eso tan pronto? ¿La revolución te saca canas? Y lo que es peor, ¿qué hago yo cantando esta noche “el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos”, identificadísima? ¿Qué me había hecho Pablo Milanés? A Rocío le hacía gracia que el concierto estuviera generando nostalgia y cierta reflexión melancólica en mí, pero le había dado hipo. Yo le decía algo de Pablo y ella me contestaba con un hipo. Y también, claro, estaban todas esas canciones en las que le canta a la-chica-mucho-más-joven-que-él con la que sale: “Tú naciendo a la vida y a mí que se me va” y cuenta esos momentos patéticos cuando camina junto a ella con prisa para alcanzarla que provocan “risas y trágico dolor”. Cuando estaba desgañitándome con la estrofa “mi mejor tiempo pasó”, me giro y veo a Roci profundamente dormida. No sé por qué estoy escribiendo sobre Pablo Milanés. No tengo idea.