Hace pocos días hemos tenido una dolorosa evidencia de las consecuencias que traen la informalidad y el precario respeto a la ley, así como el descuido de las autoridades en el cumplimiento de sus responsabilidades. Me refiero a la muerte de dos personas en un incendio, del cual no pudieron escapar por una razón brutal: trabajaban en un contenedor metálico que su empleador dejaba cerrado con llave.El hecho causó una comprensible ola de indignación en diversos espacios de expresión ciudadana como los medios de comunicación y las redes sociales en el mundo digital. En contraste, el mismo hecho no motivó decisiones, explicaciones y ni siquiera comentarios relevantes, proporcionales a la situación, entre las autoridades del Ejecutivo o del Legislativo. Tampoco los hubo de parte de la Municipalidad de Lima excepto por un temprano, y vergonzoso, intento de desviar las responsabilidades.Hay diversas formas de tomar la medida de este hecho. En una dimensión más general, pero no por ello menos gravitante, es forzoso referirse una vez más al escaso valor que se asigna a la vida humana en nuestro país. Con esto nos referimos a las nulas consecuencias judiciales y a la falta de efectos políticos que suelen tener las numerosas muertes evitables que ocurren en el Perú –en el trabajo, en el transporte, en el control del orden público— por simple descuido o temeridad. En el Perú de hoy la muerte por negligencia ajena y por irresponsabilidad de las autoridades aparece como un hecho que rara vez escandaliza.Otra dimensión del problema es la débil capacidad o vocación de aprendizaje que parece existir entre nosotros. La reacción de sorprendida indignación ante este hecho es comprensible y apreciable en sus significaciones éticas. Pero lo cierto es que las diversas formas de explotación laboral y de trata de personas –tema sobre el cual realizamos hace pocas semanas un congreso internacional en Lima— constituyen una realidad ampliamente conocida y documentada en la esfera institucional, y claramente visible en la vida cotidiana. El hecho es que convivimos con la explotación, y nos aprovechamos irreflexivamente de ella como lo sabe cualquiera que se detenga a observar el funcionamiento del servicio doméstico o, en general, las actividades de servicio en nuestras ciudades. La inacción estatal y la conformidad social con esta situación resultan contradictorias con nuestra reciente y justificada indignación. Podemos expresar condena; no podemos fingir sorpresa.Finalmente, cabe decir que este episodio tendría que ser –si nuestra indignación es genuina– un llamado a ejercer la autocrítica: nuestra casi permanente celebración de la informalidad, el tácito apoyo del “darwinismo” social, del éxito material a cualquier precio. Todo ello se expresa tanto en nuestras elecciones políticas como en el trágico final de estas dos personas. Esa opción por la temeridad, por el desprecio de las instituciones y por la marginación del discurso ético en la vida pública claramente empobrece la vida de todos nosotros, y en algunos casos nos la arrebata.