PPK ha decidido saltar a la TV, con un espacio quincenal de entrevistas. Con lo cual además de luchar por la aprobación (Ipsos 43% en mayo), ahora competirá por el disputado rating dominical. ¿Es una buena idea? Son varios los presidentes de la región que han ensayado este formato de contacto con la población, sin mayores quejas. El magnetismo de los medios se ha vuelto irresistible. Tanto es el atractivo de la TV que hasta notorios operadores clandestinos ahora se están calando el sombrero de la opinología. Los programas presidenciales rara vez han sido decisivos, pero sí hacen cierta diferencia en conectar al mandatario por sus seguidores. El primer programa PPK, un diálogo con la ministra de Educación, demostró que el presidente no es lo más telegénico del mundo. Pero eso ya se sabía. Por lo menos su verbo en TV es claro, sencillo y conciso. Elegir una escuela de Huancabamba como set, la sonrisa juvenil de Marilú Martens y la suerte de un día soleado ayudaron mucho al estreno. El espacio ha sido concebido sobre todo para suplir en algo la falta de información al público acerca del trabajo del Ejecutivo. No hay, pues, deportistas en la agenda, sino ministros. Al menos en las primeras 12 entregas. A juzgar por el tono de la primera, la idea es hacer aterrizar las grandes tendencias de política sectorial. Pero evidentemente también está en juego la imagen misma de PPK, que hasta aquí se ha manejado con apariciones escuetas. Ahora será inevitable un aumento en el quantum de ideas y datos personales del mandatario. Algo que lo acercará a la gente, pero también funcionará como munición para los críticos, a los que nunca conviene darles relleno. Si PPK logra mantener a su espacio tecnocrático y administrativo tendrá relativamente pocos televidentes, pero al mismo tiempo quizás pueda lograr un fuerte efecto de rebote en los demás medios y en las redes. Para los ministros invitados será una buena oportunidad para dar su versión de las cosas en temas polémicos. Por último, siempre hay el problema de la sobreexposición. Franklin D. Roosevelt, quizás inventor del género, se limitó a 30 charlas radicales en 11 años. Fernando Belaunde comenzó a dar conferencias de prensa en Palacio todas las semanas, y tuvo que suspenderlas al poco tiempo.