Ha concluido el trabajo de la subcomisión presidida por la congresista Patricia Donayre que elaboró el proyecto de Código Electoral. El desempeño ha sido auspicioso, de modo que podría decirse que este es el empeño más responsable de los últimos años para encarar la parte electoral de la reforma política. Sabemos cómo empieza este proceso pero nadie puede predecir con exactitud cómo concluirá, teniendo como antecedente los 13 años de bloqueo a los cambios (2001-2013) y dos años desastrosos (2014-2016) que culminaron con la contrarreforma que implicó la nefasta Ley N° 30414. Aun así, el mejor argumento para empezar el debate nacional es la posibilidad de contar por primera vez con un Código Electoral. La codificación de las normas es un desafío complejo para nuestra precariedad institucional. La última vez que el Congreso aprobó un código fue hace 13 años, el Código Procesal Constitucional del año 2004, a lo que habría que añadir que la mayoría de nuestros 15 códigos vigentes fueron expedidos por el Ejecutivo merced a facultades delegadas por el Congreso, y que desde hace más de una década el Parlamento no puede producir una reforma exitosa de los códigos Civil y Penal. Un Código Electoral tendría la virtud de agrupar normas con rango de ley dispersas, incorporar decenas de reglamentos de los tres organismos electorales e integrar al derecho positivo la frondosa y desmedida jurisprudencia que ha producido el Jurado Nacional de Elecciones en materia de legalidad de los actos partidarios. Si deberían producirse dos consensos alrededor de este nuevo código es que debe detenerse firmemente la producción dispersa e ilimitada de normas electorales que hacen más caótico el sistema político, y que se elimine el financiamiento ilegal y mafioso de la política. Asimismo, si hay un desafío estratégico alrededor de esta incipiente reforma es que necesitamos principios políticos-electorales que rijan los procesos de elección popular. Por lo señalado, es conveniente considerar algunas condiciones del debate que se abre nuevamente. La primera de ellas es la necesidad de que los cambios garanticen un enfoque de representación y de derechos, en respuesta a la deformación que ya se advierte en algunas opiniones en una dirección “partidocentrista”. Por ejemplo, es positivo que los primeros consensos se refieran a la paridad de género en las listas, la ubicación alternada de mujeres y varones en ellas, y la sanción al acoso político a las políticas, candidatas o representantes mujeres. A propósito, no está de más recordar algo que se olvida en los debates sobre la mejora de la representación: que la crisis se origina en la formación de la representación, y que los elegidos que pierden rápidamente legitimidad vienen “marcados” por un proceso de designación informal y campañas electorales violentas. La segunda condición es el pacto. Las reformas exitosas en América Latina recientes han tenido un componente de pluralidad y acuerdo que los hace más legítimas que aquellas impuestas o cocinadas en cuatro paredes. Esta perspectiva contrasta con la tendencia de estrechar el debate actual peruano, criticando las iniciativas que no provengan del Congreso. Extraño además que en los últimos 15 años se criticara a los gobiernos por no interesarse en la reforma política y que se le cuestione al actual precisamente por hacerlo. La última de las condiciones es la convicción del no retorno al pasado. Aun se advierten en algunas opiniones la nostalgia por el viejo sistema de partidos que de modo precario se reorganizó entre 1977 y 1992 y la pugna por reconstruirlo. Las discusiones sobre comités, firmas de adherentes, rigidez de las alianzas y el desborde del espíritu sancionador indican que en un sector de la política –e incluso de la academia– no se ha tomado en cuenta el carácter irreversible del colapso de los partidos y la necesidad de abrir paso a otras prácticas institucionales que renueven la democracia en lugar de recrear el fracaso. http://juandelapuente.blogspot.pe/