Existen personas que, sin llegar a ser conocidas por grandes públicos, son capaces de transformar el mundo, o al menos una porción de él. Seres imprescindibles, cuyas virtudes y pasiones echan luz sobre los demás. Peleadores cotidianos, capaces de sobreponerse al infortunio y la agonía, para ofrecer ejemplos de coraje, honestidad y cariño. Pienso esto ahora que falleció el Negro Carlos Flores Lamas, luego de su larga lucha contra la parálisis, las infecciones y el dolor. Agente de arte e infatigable promotor cultural, su partida abre un vacío irreparable. Apenas en octubre pasado, sus gestiones permitieron la realización de una semana cultural por los 50 años de la Casa de la Cultura Carlos Arbaiza de su Pacasmayo natal. Quienes lo conocimos —y nos contamos entre sus amigos— sabemos que sin él, la vida cultural peruana de las últimas décadas habría sido opaca y triste. Al Negro un accidente le cambió la vida. Todavía no tenía 40 años, e iba de copiloto en el camión de su empresa avícola, que se precipitó al fondo de uno de los abismos del serpentín de Pasamayo. Cuando recuperó el sentido, estaba atrapado por la carrocería y no era capaz de moverse. A la distancia divisó unas sombras que se aproximaban y pensó con alivio que estaba a salvo. Pero en lugar de ayudarlo, los pobladores de la zona bajaban para llevarse las jabas de pollos, que habían quedado regadas por todo el lugar. Desde ese día debió vivir trepado en una silla de ruedas. Sus piernas no se volvieron inservibles por la caída y el golpe, sino por el rescate. Cuando por fin lo subieron estaba metido en una manta, en lugar de una tabla rígida. Tenía una vértebra fracturada, y ese traslado lo dejó inválido de la cintura para abajo. Desde entonces debió reinventarse, aprender a vivir con los durísimos tratamientos, y recordar que le quedaban motivos para sonreír. Descubrió el arte, y se volvió marchante. Punto de encuentro de creadores y bohemios, su casa de Barranco era un pequeño museo, con las paredes alfombradas por cuadros de los mejores pintores peruanos contemporáneos. Ahí se vivieron jornadas memorables, sobre todo si había una venta grande, y los artistas eran convocados para ser pagados. Entonces corrían la cerveza y el whisky, y el jazz y la salsa sonaban a todo volumen. El primer recuerdo que tengo de él está asociado con la música, y se remonta a veinte años atrás. Yo era un joven practicante de una revista, que llegó a una fiesta de periodistas y escritores consagrados. Estaban Toño Cisneros, Fernando Ampuero y Guillermo Niño de Guzmán, a los que había leído con avidez, pero quien me llamó más la atención fue un hombre de hombros anchos, que había tomado por asalto la pista de baile, y evolucionaba sobre una silla de ruedas con una naturalidad que cualquiera hubiera querido tener. La muchacha con la que bailaba estaba encantada. En menos de diez días murieron Marigola Cerro Moral (directora de La Industria, editora del suplemento cultural Lundero, artífice de la Bienal de Trujillo) y el Negro Flores. Personajes irrepetibles de un mundo que se esmera en quedar atrás. Salsa, cerveza y aplausos para ellos.