Con Dilma Rousseff fuera de la presidencia, para ser juzgada a lo largo de seis meses, Brasil profundiza su crisis de inestabilidad institucional. Los compromisos con la corrupción de los políticos que la derribaron ahora aparecerán más nítidos. Tanto así que Michel Temer, el vicepresidente que le serruchó el piso y ahora la reemplaza, corre serio riesgo de ser revocado, él sí por cargos de corrupción silvestre. El nuevo grupo en el poder ha empezado a buscar alguna forma de consolidación de su golpe de mano putchista. Su primer gambito ha sido confiar en que una imagen de derecha anti-PT pesará más que la imagen de una gigantesca banda de investigados y hasta de enjuiciados precisamente por delitos de corrupción. Muchos de ellos en torno a Petrobras. No hay cómo soslayar que el golpe contra la izquierda brasileña ha sido sumamente serio. Sin embargo el Partido de los Trabajadores en la oposición, y con presencia en numerosas instituciones, va a ser un enemigo poderoso en los tiempos que vienen, sobre todo si los recién llegados al poder empiezan a cumplir su promesa de desmantelar los programas sociales de estos últimos 13 años. Es difícil no ver a los parlamentarios triunfantes de esta hora pronto debilitados por los reflectores del sistema judicial, las campañas de los medios opositores, las movilizaciones de masas del PT. Ya sin Rousseff en la picota, el panorama político brasileño se percibe como una variante del clásico “que se vayan todos”, empezando por el gobierno interino. Para muchos en Brasil una forma de lograr esa estampida generalizada de políticos, y a la vez de enfriar el clima en las calles y en la opinión pública, sería empezar a pensar en la convocatoria de nuevas elecciones generales. Pero hasta el momento Temer y sus seguidores no parecen dispuestos a soltar la presa a cambio de un desenlace imprevisible. Mientras tanto el espectáculo de la crisis brasileña se está prestando a todo tipo de hipérboles, escenarios extremos como la crisis terminal del izquierdismo latinoamericano, el fin de la democracia y hasta las vísperas de un golpe militar como el de 1964, o la debacle de la séptima economía mundial. Finales horribles para exorcizar la posibilidad de un horror sin fin.