El tipo de desmán que ahora vemos aparecer desesperadamente intenta imponerle la lógica del chantaje a este proceso electoral. Por ejemplo: si el JNE permite candidatear a Julio Guzmán habrá una escalada de violencia capaz de arrasar con las elecciones mismas. Para que esto funcione se va a necesitar algo más que una llamada telefónica y dos actos de vandalismo contra locales partidarios. La idea es que un clima de cierta violencia hará que las autoridades electorales tomen una decisión definitiva contra Guzmán. Se trataría de reforzar el cúmulo de tachas contra el candidato, en principio todas ellas legales, con el concurso de la matonería. Un poco de libre expresión desbocada también ayudaría a arrinconar a los jurados contra la pared. Ese es más o menos el escenario ideal de la violencia. En los hechos parece improbable que una amenaza de muerte telefónica al presidente del JNE cambie las cosas. Más bien este acto de terrorismo blanco tiene como efecto empañar la imagen del antiguzmanismo, debilitando los argumentos de quienes legítimamente vienen protestando contra esa candidatura. Pero quizás no hay que descartar del todo los peligros. El proceso electoral, gobernado por un laberinto de normas nuevas y en más de un caso inaplicables, ya arrastra suficientes irregularidades como para que se le sumen estos claros intentos de patear el tablero. Por esta vía nos podemos topar de pronto con alguna situación descalificadora de todo el proceso. En otras épocas hubiera cabido sospechar que estamos ante los prolegómenos de un golpe de Estado. Así funcionaba en esos tiempos: los gritos de fraude, los desórdenes en la calle, los actos de oportuno gangsterismo, y al final la intervención de los poderes del dinero y de las armas. Más de una elección fue frustrada por esos medios. Hoy estamos convencidos de que todo eso ha sido superado. El gobierno, que en última instancia es el garante de las elecciones, debería tomar en cuenta los peligros que trae marzo para la campaña electoral. Ignorar lo que viene sucediendo no es un buen recurso. Tampoco exagerar la reacción. Pero reafirmarse en la defensa de un proceso ecuánime y desplegar algunas discretas medidas de seguridad no haría daño. Pero quizás no son los anónimos telefónicos ni el apedreamiento de locales partidarios lo más grave en esta hora, sino las sostenidas campañas de descalificación de las elecciones. Pues ellas en cierto modo pueden terminar justificando cualquier paso a mayores, tanto si Guzmán candidatea como si es retirado de la competencia. Los candidatos deberían ser los primeros interesados en denunciar lo que viene sucediendo. Ya han firmado suficientes compromisos éticos como para hacerlo. El electorado también está mirando este aspecto de su conducta.