Para muchos, el juego de alianzas políticas de las últimas semanas se parece a una película de horror: Susana Villarán, defensora de los derechos humanos, se alinea con Daniel Urresti, procesado por el asesinato de un periodista; Vladimiro Huaroc, político de izquierda, está en la plancha fujimorista; Anel Townsend va con Acuña; Nano Guerra García con Yehude Sim.., perdón, con Solidaridad Nacional. La lista de tránsfugas parece interminable. Estos políticos han sido repudiados por su “oportunismo” y “promiscuidad”. Las columnas y las redes sociales se inundan con palabras como “traición”, “decepción”, “vergüenza” y “asco”. El Comercio criticó a los “acomodos, giros y contorsiones de última hora” y lamentó el peso del “apetito de poder”. Según Rosa María Palacios, “la política está enferma”. y la “promiscuidad y el oportunismo es la única ley que se respeta”. Los ciudadanos tienen todo el derecho de repudiar al transfuguismo. Pero concuerdo con Sinesio López, indignarse ante el transfuguismo no basta: hay que entender de dónde viene. Explicar la lógica del transfuguismo no es justificarlo. Escandalizarnos ante la política contemporánea es fácil. Pero si queremos cambiarla, tenemos que entenderla. En el fondo, los políticos peruanos no son tan diferentes de sus pares de Suecia, Canadá, o EEUU. No tienen menos principios o más apetito de poder. En todo el mundo los políticos son ambiciosos. Buscan el poder. Desean una larga carrera política, porque es su profesión. En democracia, eso requiere que ganen elecciones. La imperativa de ganar elecciones genera pragmatismo. Casi todos los políticos tienen objetivos programáticos, pero pocos están dispuestos a luchar hasta la muerte (política) por ellos. Aun los políticos más comprometidos son reacios a sacrificar su carrera. Hay políticos excepcionales que se aferran a sus ideales a todo costo. Pero son pocos. Y casi siempre son marginales. La mayoría de los políticos –peruanos, canadienses, suecos– actúan con una mezcla de principios y ambición. No renuncian por completo a sus ideales. Pero están dispuestos a subordinarlos, por lo menos un poco, para asegurar su sobrevivencia política. Los políticos no son mártires. Los que carecen de un mínimo de pragmatismo pierden. Y tarde o temprano, los políticos que siempre pierden se convierten en desempleados (o figuras marginales). Tanto en Suecia como en el Perú, entonces, los políticos son pragmáticos. Buscan ganar y mantener el poder. Pero los suecos lo hacen dentro de partidos sólidos que (1) tienen un programa más o menos coherente y (2) duran en el tiempo. Para un político, un partido programático fuerte ofrece una especie de ropaje que encubre su ambición. El político trabaja por un bien colectivo —la socialdemocracia, la democracia cristiana, el liberalismo— que va más allá de su propia carrera. Busca el poder, pero detrás de un proyecto más grande —una lucha por la redistribución, la reducción del Estado, los valores tradicionales. Y como los partidos son duraderos, políticos ambiciosos como Hillary Clinton (Demócrata por 50 años), Francois Hollande (Socialista por 40 años), y Angela Merkel (Demócrata Cristiana desde la caída del comunismo) pueden sostener sus carreras sin transfuguismo. Su “apetito del poder” se esconde detrás del ropaje de la lealtad partidaria. El político peruano, en cambio, está calato. Sin ropaje partidario, sus ambiciones están al aire libre. Fuera del APRA, las fuerzas capaces de ganar elecciones nacionales no son partidos estables: son listas de candidatos fugaces construidas por candidatos presidenciales (o para alquilar). En su excelente libro sobre las reglas no escritas de la política electoral peruana, el politólogo Mauricio Zavaleta los llama “coaliciones de independientes”. Las coaliciones de independientes tienen dos características importantes. Primero, más allá del círculo íntimo del líder, no tienen cuadros. Las listas partidarias se construyen más o menos de nuevo en cada elección, conformadas por independientes que compran sus lugares y “jales” de otros partidos. (En este sentido, el fujimorismo keikista, basado más en jales e independientes que en cuadros históricos, se parece cada vez más a los demás partidos peruanos. Se está “normalizando.”) Segundo, las coaliciones de independientes son fugaces. Nacen con una candidatura fuerte (Pérez de Cuéllar, Andrade, Toledo, Castañeda, Humala), duran por dos o tres elecciones, y luego colapsan o se convierten en cascos vacíos cuando su líder deja el escenario electoral. Una expectativa de vida muy baja. Donde los “partidos” son listas de candidatos efímeros que se arman y se desarman cada cinco años, los políticos tienen que convertirse en agentes libres: “independientes” que negocian su lugar en una lista distinta en cada elección. Saltar de partido a partido puede ser visto como oportunismo, pero también es un acto de desesperación. O se convierten en tránsfugas o terminan desempleados. Anel Townsend fue congresista por la UPP y PP—dos partidos en camino a la extinción. Con ellos, no volvería nunca al Congreso. Huaroc y Villarán fueron líderes de Fuerza Social, otro barco hundiéndose. Quedarse a bordo les garantizaba una derrota electoral. Sergio Tejada es un joven político con talento. Pero su partido (Nacionalista) naufragó. Quizás el caso más ilustrativo es Juan Sheput. Sheput es un hombre de partido. Cree en los partidos. Como dirigente de Perú Posible, intentó -por 16 años– construir un partido de verdad. Pero Toledo aniquiló a PP y su fracaso electoral del 2016 será su tiro de gracia. Para Sheput, entonces, más lealtad partidaria le hubiera condenado al suicidio político. Si Juan Sheput no puede sostener una carrera partidaria en el Perú post-Fujimori, muy pocos podrán hacerlo. El transfuguismo ya es una regla no escrita de la política peruana. Muchos políticos contemporáneos han postulado por seis o siete partidos distintos. Máximo San Román ha pasado por ocho partidos. El gobernador de Moquegua, Jaime Rodríguez, y el ex gobernador de Tacna, Tito Chocano, han pasado por seis. No son casos excepcionales. Dos tercios (35 de 50) de los candidatos que ganaron o terminaron segundos en las últimas elecciones regionales habían sido tránsfugas por lo menos una vez, y un tercio (18) había sido tránsfuga dos veces o más. La mayoría (102 de 195) de los alcaldes provinciales elegidos en 2014 habían cambiado de partido por lo menos dos veces, y 48 de ellos habían cambiado tres veces o más. En Lima, más del 80% de los alcaldes distritales han postulado por dos o más partidos, y casi la mitad ha pasado por tres o más. El transfuguismo es una estrategia de sobrevivencia política que surge donde no existen organizaciones partidarias sólidas. Se puede echar la culpa a los políticos individuales, pero en realidad la culpa la tiene un sistema que no les permite sostener una carrera de otra manera. El problema es que el transfuguismo es feo. Los políticos calatos dan asco. Y como consecuencia, la clase política peruana está cada vez más desprestigiada. El creciente repudio hacía los políticos es peligroso, porque crea tierra fértil para un populista que prometa acabar con ellos. Y el populismo “antipolítica” siempre termina en el autoritarismo. No se puede tumbar a los políticos sin tumbar a la democracia. Paradójicamente, quizás, varios políticos hoy repudiados por su “oportunismo” encabezaron la lucha democrática contra Fujimori –el último autoritarismo basado en la antipolítica. ¡Feliz Año Nuevo! Que sea un año sin presos políticos en Venezuela (y en toda América Latina).