Nuestro jardín es un jardín extraño. Para empezar no es un jardín, es un patio con piedrecillas que se puebla en algunas zonas de hierba mala. Tenemos ahí algunas macetas con plantas que se comportan de una manera aún más rara. Básicamente viven y mueren cuando quieren. El nuevo habitante, el cercis donde enterramos un puñado de cenizas de mi padre, es un arbolito un poco coqueto y ridículo, con sus hojas en forma de corazón y sus flores lilas. Por ahora sobrevive con su ofensiva altura y su importancia de mausoleo sobre todas las demás enanas. Quedan algunas pilas. Un jazmín al que solo le queda una rama. El pobre aloe vera al que salieron dos hijos y ya no caben en su vasija, pero se mantienen juntos, cada vez más enrojecidos que verdes. Un arbusto de níspero que recogimos de la calle lleno de piojos. Y una morada que he llegado a pensar que es artificial. Son raras. Ha habido temporadas en que han estado más verdes que nunca, justo cuando las hemos dejado a merced de los caprichos del espacio y el tiempo. Y otras en que por más mimos que les hemos brindado o han permanecido estáticas y atrofiadas, o se han secado hasta morir. Son frikis pero ahí siguen. Mi mamá siempre les habla a las plantas, les dice cosas bonitas, pero el otro día leí a un biólogo muy famoso, Stefano Mancusso, decir que es una pérdida de tiempo, que las plantas no te escuchan. A nosotros. Pero sí escuchan otras frecuencias, dan, reciben, cooperan con las de su especie, se mandan sms de peligro, tienen hijos, a los que cuidan sin moverse de su tronco y son altruistas. Por ejemplo, un grupo de abetos al ver que uno se había quedado aislado del agua le pasaron sus nutrientes durante años para que no muriera. Así que el amor no les entra por los oídos sino por otros lados. Las personas deberíamos ser así. Según este señor, el amor no es más que la sofisticación de las herramientas para la supervivencia. Tanto amar animalmente para comprender que el mensaje estaba en la inteligencia vegetal.