Estudié en un colegio “mixto”, así se les solía llamar para diferenciarlos de los, también según la consigna de la época, “coles de mujeres” y “de hombres”. Sentía alguna especie de orgullo por la laicidad de mis padres y en el fondo de mí miraba algo por encima del hombro a las chicas que estaban en coles de monjas. Yo podía interrelacionarme con amigos hombres dentro de mi cole y jugar con ellos a la botella borracha y eso me resultaba mucho más divertido que estar solo entre chicas, había tensión, había reto, había conflicto. La escuela debía ser inclusiva, no tanto reflejar la realidad del mundo sino mejorarla, sin segregación y cultivando lo diversx. Eso pensaba, eso pienso. Sin embargo, aún con esas convicciones siempre mantuve mi grupo no mixto de amigas. Nuestras visitas al otro lado eran eso, visitas de las que siempre volvíamos para juntas repetirnos los mantras, para hablar de ideas y emociones, para contarnos nuestras vidas. Que los feminismos nos hablen hoy de la necesidad de espacios no mixtos –que algunxs miran con desconfianza, con poco respeto y hasta desprecio–, me ha recordado esos días. Los espacios no mixtos son eso, lugares seguros para quienes comparten alguna clase de opresión. Y el caso es que las mujeres aprendemos a buscarlos muy pronto, desde muy niñas. Corren tiempos violentos. Y una forma imprescindible de hacerles frente es encontrarnos en espacios no mixtos para hablar de cómo nos atacan y atraviesan violencias distintas con una raíz común. Como lo hace cada día el machismo, que se cuela en nuestra intimidad, en los espacios de convivencia y trabajo, cuando cuidamos, cuando hacemos política, cuando vamos de fiesta, cuando amamos. Es en esos espacios no mixtos donde hoy encuentro comprensión, liberación y entendimiento. Como lanzar los yaces al aire y recogerlos hasta llenarnos las manos.