@gabrielawiener La penúltima de la Iglesia Católica, una normativa emitida desde el Vaticano –y que ha firmado Francisco, el Papa “copado”– señala que una ya no puede tener las cenizas de sus muertos en casa, ni esparcirlas en el aire ni el mar, que son del Señor pero no sirven tan bien de receptáculo postrero como el buen nicho de toda la vida. Pucha. Cuando murió mi padre nos repartimos sus cenizas –cual hostia o cuerpo de Cristo–. La parte que se vino conmigo a España estuvo siendo honrada durante algunos meses en la sala de mi casa, bajo un angelito celeste que se caía de su pedestal a cada rato; luego en mi habitación, muy cerca de algunos de sus sacos y pulóveres que quise conservar y que todavía abrazo –pensamiento mágico–, hasta que decidimos convertir lo que me quedaba de su cuerpo en vitamina para un árbol –cersis siliquastrum, el árbol del amor– que ahora alegra mi patio. Ese día lo regamos con agua clara, le prendimos velas y le cantamos La Internacional. Mis ceremonias son mis ceremonias. Y supongo que ahora son, también, pecado. ¿De dónde viene todo esto? Tal vez la respuesta la tenga el padre Serge-Thomas Bonino, secretario de la Comisión Teológica Internacional: “La incineración es una forma de privatización de la muerte –dijo el martes– que no permite a la familia acostumbrarse progresivamente a la pérdida”. Interesante introducción en el tema de un término tan asociado a la economía como la “privatización”. Al parecer ahora sí es mala. Y lo santo es lo comunitario, como los cementerios y las exequias que administra ¿quién? La Iglesia Católica. Como no soy católica espero tranquila que ese esperpento medieval vuelva tarde o temprano a las cenizas de las que salió. Seguro que mi padre florece antes. ❧