Teresa Ruiz RosasEscritora, traductora literaria y docente universitaria.,Cuando la conocí, me contó que se le había quemado la casa por rebote, a consecuencia de un incendio terrible en el departamento del vecino, que murió carbonizado. De inmediato introdujo en el relato la sospecha de un posible suicidio y una trama de venganzas inmobiliarias. Me pregunto qué debe tener una historia de la realidad para que le provoque a Teresa Ruiz Rosas convertirla en ficción. Alguna vez escribió sobre una que le llegó por un testigo: un marido despechado que manda asesinar al verdadero amor de su mujer acusándola de terrorista en La mujer cambiada. “El cambio de cara fue mi ficción, empezaba el furor de las operaciones de cirugía estética en unos sectores mientras el país se desangraba”, me cuenta. Investigó unos años para su exploración en el drama de la trata de personas, en su novela Nada que declarar. ¿Cuáles son las obsesiones de esta escritora y traductora de apellido literario nacida en Arequipa, que escucha en este momento el audiolibro de El testigo oidor, de Canetti, mientras desayuna y retoma la traducción de un autor húngaro en su apartamento de Colonia, Alemania, todavía con cierto olor a cenizas en el aire? Por ahora tiene su nueva novela aparcada, “por motivos de fuerza mayor”, pero volverá a ella y será como quemar una casa. Mientras tanto, la Biblioteca Abraham Valdelomar acaba de publicar su narrativa breve completa, El color de los hechos. ¿Cuándo sabes que una historia es para ti? Me embarco en una ficción así cuando el hecho real me obsesiona por sobre todo; el relato final me libra. Los embriones de ficción, en general, se me quedan en las libretas si no rige ese afán –además desmitificador– de estar como poseída por una historia. ¿Qué te dijo Roberto Bolaño en una llamada telefónica después de leer El Copista, tu primera novela? Paula de Parma me dio a leer Estrella distante y me contó que Roberto también me había leído. Yo estaba de visita en Barcelona, después de haber vivido en los 80 en esa ciudad. Estábamos en la casa de ella y de Enrique (Vila Matas) y de repente Paula me pasó el teléfono. Roberto me dijo muy gentil que había leído mi novela y que yo era una escritora de verdad, que no dejara de escribir nunca, que jamás me dejase amilanar por nadie, que siguiera escribiendo con valentía. Esas frases me han sacado de varios abismos. “Nadie lee mejor un libro que un traductor”, dijiste. ¿Qué libros que has traducido te han acercado más a escribir el libro que querías escribir? Los emigrados, de W.G.Sebald, me abrió claves para entramar ficción y realidad en La falaz posteridad, en Nada que declarar. El séptimo pozo, de Fred Wander, me ayudó a entender la riqueza de la mirada del narrador, La historia de mi mujer, de Milán Füst, me corroboró que puedes ponerte en la piel de un perfecto extraño en primera persona. En fin, traducir te adentra en el tejido del texto y su andamiaje, lo radiografías. Y cada lengua es un mundo, es fascinante. Nada que declarar toca el tema de la trata de personas. ¿Cómo fue ese día que fuiste con tu novela al Congreso? Allí estaba yo, una novelista entre congresistas –en el lugar donde un antepasado mío había sido Presidente del Congreso siete veces y que yo jamás había pisado–, ante funcionarios de Fiscalía, Migraciones... escuchando que mi libro estaba siendo una herramienta de lucha desde el arte para quienes combaten a diario la trata en el Perú. Más allá del placer de leer, ¡mi novela servía para algo! Finalista del Premio Herralde de novela y del Tigre Juan de Oviedo. Ganaste el Juan Rulfo. Vila Matas, Ignacio Echevarría y Günter Wallraff han dejado blurs increíbles de tus libros. Tienes una veintena de publicados. Solo con ese currículum, deberíamos saber más de ti. Y no es así. ¿A qué lo achacas? En parte por mi extraterritorialidad como escritora o a ser “ciudadana del mundo”. Sobre El copista salieron 72 reseñas y notas en Europa. En Lima un par de entrevistas. Toño Cisneros dijo sobre mi libro que hay noticias que dan la vuelta al mundo y llegan a Lima desinfladas y sin bombos ni platillos. Con Nada que declarar un poco de lo mismo. Aquí se castiga al que se queja porque se supone que esas cosas llegan solas. En el mundo literario nos quieren hacer creer que todo es meritocracia y no. Que los cuatro autores que ocupan todos los espacios son los únicos buenos. ¿Verdad? Claro que no son los únicos buenos, ni siquiera son todos buenos. Los sociólogos de la cultura tienen la palabra, yo constato una sistemática actitud de invisibilizarme, la cual, sin falsas modestias que detesto, no es compatible con la calidad de lo que escribo. Y no solo con la calidad, que eso es bien subjetivo, sino con tu trabajo, que es sólido y sostenido, que ha merecido reconocimientos en otros lados. ¿Por qué crees que no les gustas? Mi relación con la literatura es de fondo, estos mecanismos colaterales muy dominados por la hegemonía del macho, no son mi principal preocupación, lo que más me interesa es escribir cada vez mejor. Claro que me hierve la sangre, claro que me hiere cierto olvido, pero vuelvo a mi manuscrito y lo dejo pasar. Hay hombres que no soportan que una mujer escriba mejor que ellos. O tenga mayor reconocimiento. ¿Cuál ha sido tu experiencia con el mundo editorial peruano? Seix Barral quiso editar La mujer cambiada en Perú pero los comerciales se negaron. Alfaguara me hizo esperar un año con el contrato de Nada que declarar, hasta que mi sabia madre me dijo olvídate, y con un pie en el avión, firmé con Tribal. Se esmeraron en una preciosa edición, pero sin el poder de difusión y distribución de las multinacionales. Me encantó la confesión del editor “no alcancé a leer el manuscrito, lo edité por instinto”. Con la colección “Diamantes y pedernales” de la Editorial San Marcos, excelente experiencia con dos novelas anteriores, y con Antares siempre. Se multiplican las denuncias por violencia de género, el fujimorismo sigue haciendo de las suyas. Y Perú va a ir al mundial. ¿Cómo hacemos con todo? Copiemos al poeta rumano Victor Miron, cuyo alcalde de Cluj-Napoca aplicó su propuesta: todo pasajero que viaje leyendo un libro en un transporte público, va gratis. Habría más gente pensante y formada, que no se dejaría dar gato por liebre, y menos espacio para la gama de perversión. ¿El Mundial? Ay, pobres miles de chicas que serán forzadas a prostituirse para diversión del eufórico público masculino, como cada cuatro años…