Deterioro de la salud mental y hasta riesgo de muerte: testimonios de aborto bajo la criminalización del Estado
En Perú, 1.000 mujeres abortan diariamente, muchas en condiciones clandestinas. Testimonios de peruanas que abortaron bajo un Estado que penaliza el derecho a decidir cuenta el impacto emocional de la falta de información para realizar el procedimiento.
El aborto en el Perú sería un procedimiento médico más para todas las mujeres y personas con capacidad de gestar, si no fuera por la criminalización que se ejerce desde el Estado, el sistema de justicia y la misma sociedad.
El hecho de que la interrupción voluntaria del embarazo sea punible, hasta el día de hoy, no hace que estos se reduzcan, sino, más bien, expone a las gestantes a situaciones que afectan su salud mental y física. Ello conforma las 1.000 peruanas que abortan al día y que se orillan a la clandestinidad, arriesgándose a procesos insalubres que pueden matarlas.
Tres mujeres, en distintas circunstancias, narraron sus procesos de aborto y cómo estos impactaron en su salud mental, así como el temor al realizarlos en un contexto de criminalización, juicios y señalamientos en torno a decisiones sobre sus cuerpos.
Susana se sometió a un aborto quirúrgico apenas a los 15 años, una decisión influenciada por los padres de su pareja, quienes aseguraron que era lo más sensato. “Yo no sé hasta ahora qué me hicieron”.
Lucía atravesó tres procesos de aborto, el primero a los 20, en un contexto de pandemia por la COVID-19 y el difícil y casi nulo acceso a medicamentos.
El aborto es considerado un delito en el Código Penal, el cual contempla siete tipos penales. Sin embargo, el aborto terapéutico es legal hace 100 años en el país, en caso en que sea el único medio para salvar la vida de la gestante o para evitar un mal grave y permanente en su salud.
Pese a ello, este último suele ser negado incluso hasta en casos de violencia sexual como en el caso de Mila, una menor de 11 años a la que, en primera instancia, no le permitieron realizar la interrupción voluntaria del embarazo pese a que su gestación era producto de las reiteradas violaciones que su padrastro ejercía hacia ella.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU) considera el acceso al aborto como un derecho que los Estados deben garantizar para todas las mujeres y personas gestantes. No obstante, el Congreso peruano se ha dedicado a atacar este derecho durante los últimos años, basándose en prejuicios promovidos por un sector antiderechos que cada día gana más terreno en la imposición de sus creencias religiosas como políticas públicas.
Resultado de esto es la Ley n. ° 32000, la cual pone en riesgo el ya complicado acceso a este procedimiento.
Testimonios de mujeres que recurrieron al aborto
Tal es el caso de Lucía, quien, en medio de la pandemia de COVID-19, enfrentó múltiples barreras para acceder a atención médica en un momento donde las restricciones complicaban aún más el acceso a productos esenciales. En abril de 2020, descubrió que estaba embarazada y, debido a complicaciones previas y el alto riesgo de repetirlas, decidió interrumpir el embarazo.
Sin embargo, la dificultad para conseguir los medicamentos y las limitaciones impuestas por la pandemia hicieron que el proceso fuera más angustiante. Lucía sufrió el fracaso de los primeros dos intentos de aborto, lo que afectó profundamente su salud emocional. Finalmente, tras varios intentos y con un nuevo proveedor, logró interrumpir el embarazo.
Mar, una comunicadora social de 45 años, pasó por tres abortos a lo largo de su vida. El primero, a los 19 años, fue un proceso quirúrgico realizado en una clínica cuando apenas tenía información y enfrentaba el miedo a decepcionar a sus padres y no continuar sus estudios.
Con el tiempo, tuvo un segundo aborto en una clínica, pero fue el tercero, a los 43 años, el que marcó una gran diferencia, pues ya contaba con información gracias a su activismo feminista, eligiendo realizarlo en casa con medicamentos y el apoyo de su hermano.
En este último aborto, Mar pudo atravesar el proceso de manera consciente, aunque persistía el temor a complicaciones y a la criminalización. Su activismo y el compartir su historia en un entorno de apoyo le permitieron sentirse comprendida y reafirmar su compromiso con la lucha por los derechos reproductivos de las mujeres.
Susana, con tan solo 15 años, enfrentó un proceso de aborto marcado por la falta de información y apoyo institucional. A pesar de que la decisión fue propia, se vio influenciada por su entorno, incluyendo a su pareja y a las familias, quienes consideraron que esta era la opción más sensata.
Sin conocimiento sobre las alternativas menos invasivas como el uso de medicamentos, Shirley optó por un procedimiento quirúrgico, el cual fue traumático debido a la falta de claridad sobre lo que implicaba: “No sabía qué me hicieron”.
El proceso dejó secuelas emocionales y físicas en Susana, quien aún cuestiona el impacto que pudo tener en su fertilidad y lamenta la desinformación que la acompañó. Con el tiempo, ha comprendido la importancia de un acceso seguro y con acompañamiento adecuado a los abortos, y se ha dedicado a apoyar a otras mujeres en situaciones similares.
El cuerpo y el placer de las mujeres en disputa
La lucha por la soberanía de las mujeres sobre sus cuerpos empezó a consolidarse en los años 60, cuando la segunda ola del movimiento feminista empezó a luchar por el derecho a decidir sobre sus cuerpos y vidas. Como respuesta a estos reclamos en contra de la dominación masculina sobre las mujeres, a fines de los 70 nace un movimiento neoconservador que se expande a través de las iglesias cristianas fundamentalistas en alianza con el sector ultraconservador del catolicismo.
Esta postura antiderechos continúa vigente hasta la actualidad, la cual también ha ganado terreno en las leyes y políticas públicas por congresistas que han expandido esta contrapropuesta, así como un Ejecutivo liderado por una presidenta que no tiene como política de Estado defender los derechos de las mujeres.
Así, bajo el pretexto de “salvar las dos vidas”, se busca perpetuar el control no solo sobre el cuerpo de esta población, sino también sobre el placer a través de la culpabilización del deseo. La filósofa feminista Silvia Federici explica que la finalidad es colocar la maternidad como una exigencia y no como una elección para poder garantizar la formación de familias tradicionales, lo que convierte al cuerpo en un territorio en disputa para perpetuar el sistema patriarcal y capitalista.
La penalización del aborto también es una forma de condenar el goce del deseo: para los fundamentalistas, se coloca la libertad sexual como una “falta moral”, cuya única respuesta ética para los antiderechos es que las gestantes lleven a cabo un embarazo no deseado como sanción, colocando la maternidad como un castigo.
El debate sobre el aborto en Perú evidencia las profundas consecuencias de su criminalización, tanto en términos de salud física como mental para las mujeres y personas gestantes. Aunque el aborto terapéutico es legal desde hace 100 años, su acceso sigue siendo limitado, lo que obliga a muchas a recurrir a procedimientos clandestinos que ponen en riesgo sus vidas.
Además, la estigmatización y la falta de información agravan las secuelas emocionales, mientras que las barreras legales y sociales continúan perpetuando la persecución penal de quienes ejercen su derecho a decidir sobre sus cuerpos. Este contexto resalta la urgencia de repensar las políticas públicas para garantizar un acceso seguro y libre de prejuicios a la interrupción voluntaria del embarazo.