El rechazo a un gobierno no debería ser razón para pasar por agua tibia un ataque directo a la institucionalidad y al Estado de derecho,En momentos de incertidumbre, que ya parecen permanentes en la política peruana, es cuando mayor atención debemos prestar a los detalles. Sobre todo porque los miedos que acompañan a toda crisis incrementan la tentación de relativizar posiciones y flexibilizar criterios, al punto que la línea que divide lo legal e ilegal comienza a tomar matices inesperados. El interés por cuidar la parcela de poder puede empujarnos a ese error. El cambio a las reglas sobre censura a ministros de Estado y cuestiones de confianza a gabinetes, aprobado la semana pasada por el Congreso en tiempo record, es el mejor ejemplo de ello. Proponer modificar un derecho presidencial o prerrogativa congresal, hasta en extremo plantear un cambio total de Constitución, no solo es legítimo, sino que es saludable en una democracia con voluntad de adecuarse a una sociedad cambiante. Pero eso poco o nada tiene que ver con lo ocurrido. Seguro tendrán argumentos a favor de su decisión. Lo cierto, sin embargo, es que el Congreso ha introducido una modificación constitucional a través de una votación simple, yendo abiertamente contra la misma Constitución. Un cambio de esta envergadura debería haber requerido una votación en dos legislaturas y la aprobación de 87 congresistas. También debería haber pasado por la Comisión de Constitución y, sin duda, por una evaluación del impacto que tendría sobre el balance de poder que existe entre el ejecutivo y legislativo en cualquier democracia que se precie de serlo. Nada de eso ocurrió porque, en pleno contexto de vacancia, ha primado el miedo a perder la curul ante un poco probable cierre del Congreso. El rechazo a un gobierno no debería ser razón para pasar por agua tibia un ataque directo a la institucionalidad y al Estado de derecho, pues son solo esas reglas de juego las que han sostenido al país los últimos meses donde nada parecía dicho.