Mucho se habla de la marginación de los homosexuales en la Iglesia Católica, pero no tanto de la de los divorciados. Una discriminación, del mismo modo, muy difícil de entender viniendo de un credo que supuestamente propone el amor al prójimo sin condiciones. Esto nos revela la imperecedera manipulación de la culpa desde que la Iglesia pasó a ser menos de Jesús y más de los sumos sacerdotes: señorones vestidos con túnicas y mitras que regulan aspectos de la vida que ellos mismos, debido a sus votos, nunca vivieron en carne propia a menos que haya sido de manera clandestina, claro está. Paradójico. Hoy por hoy, ser una persona divorciada y tener un nuevo vínculo es vivir en pecado, llevar un estigma ante los ojos del catolicismo oficial. Se nos está prohibido recibir el sacramento de la eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana. Cierto es que a fines de 2015 Francisco intentó salir del oscurantismo e introdujo reformas importantes como los tribunales eclesiásticos locales y la simplificación de los procesos de anulación de los matrimonios religiosos, no obstante, estos siguen siendo trámites complejos. La referencia más sólida sobre la condición de los divorciados dentro de la Iglesia data de octubre de 1994 y sigue vigente. La Congregación para la Doctrina de la Fe, órgano de la Santa Sede encargado de cautelar la aplicación de sus preceptos, estableció que: “si una persona divorciada y vuelta a casar cree, por sus propias convicciones, que puede recibir la eucaristía, sería inaceptable. Solo podrían acercarse a comulgar si, evitado el escándalo y recibida la absolución sacramental (perdón), se comprometen a vivir en plena continencia”. Así zanjó el tema esta suerte de Santa Inquisición de nuestros tiempos. Para la Iglesia, aquellos que no hemos obtenido un Decreto de Nulidad de nuestro primer matrimonio cometemos adulterio. Un poco más y nos condenan a la hoguera.