La primera vez que vi a Alejandro Toledo fue el 4 de julio de 1999. Me acuerdo muy bien porque ese día, con el pretexto de las elecciones municipales complementarias, la señal de Canal N salió al aire por primera vez, y formando parte de un equipo joven, inexperto y voluntarioso, presa del pánico durante ese estreno, comencé mi carrera como periodista de televisión.
Alguna vez se ha contado esa jornada en la que todo salió mal. El revolucionario sistema digital importado de Alemania para la emisión de noticias colapsó incontables veces, sumado a los errores del novato plantel de periodistas, con dos momentos descollantes: el desmayo de un presentador (yo) y la irrupción de un sonoro “puta madre” al aire (también yo).
Al final del día, quizá para evitar más estropicios, los jefes de información me subieron a una unidad móvil. Acompañado por un camarógrafo, me enviaron a recoger los testimonios de varias figuras políticas en distintos puntos de Lima. El último fue Toledo, a cuya casa llegamos cuando se hacía de noche. Recuerdo que nos recibió con amabilidad y nos pidió que instaláramos los equipos mientras se preparaba. Se marchó por lo que pensamos sería un momento, pero, para nuestra desesperación, los minutos comenzaron a pasar sin que apareciera. Cuando lo hizo, había transcurrido media hora y estaba disfrazado de candidato presidencial: enfundado en una llamativa casaca verde con el logotipo del partido Perú Posible, traía el pelo repeinado con gomina, y tuve la impresión de que hasta se había maquillado para salir mejor en televisión. Pero lo que más me sorprendió fue su transformación, del hombre relajado y campechano que nos había recibido, a ese personaje engolado que parecía convencido de hablarle a la posteridad.
La entrevista fue breve y he olvidado las preguntas que le hice, pero mantengo fresco en la memoria el comentario que mi camarógrafo y yo hicimos al mismo tiempo, en cuanto salimos de la casa de Toledo y nos miramos con gesto burlón: “Este nunca va a ser presidente”.
Ahora sabemos que estábamos muy equivocados. Cuando la campaña para las elecciones del 2000 comenzó oficialmente, la implacable guerra sucia lanzada por el Servicio de Inteligencia de Vladimiro Montesinos —que incluyó las inmundicias con que los diarios chicha empapelaban los quioscos cada mañana y el silencio de los canales de televisión, cuyos dueños desfilaban puntualmente para ser sobornados en la salita del SIN— consiguió traerse abajo, uno después del otro, a las principales figuras de la oposición: el alcalde de Lima, Alberto Andrade, y Luis Castañeda Lossio.
El vacío que dejaron abrió una oportunidad de oro para Toledo, quien, de repente, pasó a encarnar las esperanzas de un sector mayoritario del país, harto del gobierno de Alberto Fujimori, que cumplía diez años entre acusaciones de corrupción y violaciones a los derechos humanos, y que había avasallado las instituciones de la democracia para consolidar un proyecto eminentemente autoritario. En otras palabras, al demoler a sus contrincantes, el régimen le dio a Toledo ese empujón que lo ubicó como una alternativa electoral viable. Para cuando su candidatura creció y se volvió una amenaza para la reelección de Fujimori, era demasiado tarde: ninguno de los múltiples operativos de descrédito lanzados en su contra —incluso aquellos que tenían un pie en la realidad, como el caso de su hija Zaraí— lograron derribarlo.
Esta impermeabilidad a los ataques se debió a un electorado que ya no se sorprendía con las mañas de Montesinos y a la urgencia de un liderazgo que amalgamara a la oposición, pero también al aprovechamiento de una historia de vida que, trufada de una buena cantidad de exageraciones y mentiras, hablaba del triunfo de un hombre de orígenes humildes, campesinos e indígenas que, gracias al milagro de la educación, había alcanzado el éxito personal y profesional.
Estos antecedentes hicieron que, luego de la campaña cargada de irregularidades que lo enfrentó a Fujimori y, cuando el gobierno de este se desmoronó como un castillo de naipes, al ganarle a Alan García en la segunda vuelta de junio de 2001, Alejandro Toledo asumiera la presidencia cargado de enormes responsabilidades.
Después de que el fujimorismo se dedicara a aniquilarla, era la reivindicación de la democracia y, en plena desbandada de los militares, magistrados, políticos y empresarios que habían recibido las montañas de dinero de Montesinos, también de la lucha contra la corrupción. Además, era el indio peruano que, luego de siglos de discriminación, desmentiría los prejuicios, reivindicaría a los pueblos originarios y contribuiría a una verdadera reconciliación.
Nada de esto ocurrió. En vez de asumir el cargo con la responsabilidad, sobriedad y altura que exigían las circunstancias, demostrando que la democracia es el sistema que mejor garantiza una convivencia ciudadana y el progreso económico de un país, pareció creer que su trabajo había terminado el día en que lo eligieron. Sus excesos, desatinos y tardanzas se volvieron cotidianos, lo mismo que la impostura y los lugares comunes que exhibía en público, como un escudo para sus inseguridades y limitaciones. En lugar de solvencia y autoridad, su presidencia se diluyó rápidamente, identificándose con la frivolidad, el despilfarro y la dejadez. Nunca me ha quedado claro si Toledo no era consciente de estas responsabilidades o si le tenían sin cuidado.
¿Esto quiere decir que hizo un mal gobierno? No lo creo. En lo económico, entre 2001 y 2006, el Perú tuvo un crecimiento anual promedio de 6% y una inflación que se mantuvo por debajo del 4%, lo que llevó el PBI a 75 mil millones de dólares. Convencido de los beneficios del libre comercio, allanó el camino para la firma de sendos TLC con los Estados Unidos y el Mercosur. Además, aunque a regañadientes, respetó la Constitución, la separación de poderes y el ejercicio crítico de la prensa, que fue implacable. Pero estos logros quedaron empequeñecidos por la interminable sucesión de escándalos y pillerías que involucraron a su entorno familiar, lo que se tradujo en una popularidad menguante que, en su peor momento, cayó hasta un 8%.
Los desatinos de Toledo fueron de gran ayuda, justamente, para quienes combatió. Acalladas por la vergüenza, el destierro o la cárcel, las voces de Fujimori, Montesinos y sus cómplices dejaron de escucharse por un tiempo, pero poco a poco, primero con timidez, comenzaron a recomponerse, criticando la naciente democracia que, en manos del nuevo presidente, parecía sinónimo de desorden, embuste e improvisación; y luego alzaron la voz, hasta cobrar la forma de varios de los movimientos políticos que hoy nos gobiernan.
Para ese discurso fue decisivo el peor de los fallos de Toledo, ese que lo ha llevado merecidamente a la cárcel, luego de ser extraditado de los Estados Unidos: la corrupción. Primero las rapacerías familiares, luego el caso Ecoteva y, por fin, el soborno de 35 millones de dólares acordado con Jorge Barata a cambio de otorgar a Odebrecht la buena pro para los tramos II y III de la Interoceánica Sur, resultaron, además de motivo de profunda indignación, un insumo para que algunos de los corruptos de los noventa normalizaran sus conductas, imponiendo la peregrina idea de que sus robos no eran para tanto porque, finalmente, todos somos ladrones.
Las decisiones que Alejandro Toledo tomó desde el día en que ocupó Palacio de Gobierno lo han convertido en un apestado. A día de hoy lo han abandonado sus colaboradores, simpatizantes y quienes, sin serlo, alguna vez votaron por él. Y está bien que así sea. Porque yo prefiero que un político pague sus culpas con la cárcel y el rechazo social a que sea eternamente justificado y hasta admirado por ellas, como en el caso de Fujimori.
La aventura política de Alejandro Toledo termina con su condena a 20 años de cárcel. Si no lo fue su desempeño y aquello que hizo con las ilusiones de tantísima gente, que al menos este desenlace sirva de ejemplo.
Raúl Tola. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.