Alberto Vergara empezaba su columna de hace algunas semanas en este mismo diario reconociendo que “desde hace un tiempo me dicen que no soy el optimista de antes, que mis artículos se han teñido de un ánimo sombrío”. Cuando lo leí pensé que esa misma frase, palabra por palabra (salvo claro, el cambio de género) podría haberla escrito yo. Así en sencillo, sí soy. Leí un comentario en redes de alguien que me decía “antes sonreías”.
Quizás sea que cuando miramos el país buscando respuestas, caminos, horizontes, a menudo tenemos que reconocer que estos se van cerrando, que parece difícil buscar la esperanza. Cada vez más, de tanto andar, el camino parece más cuesta arriba.
Es que cuando te toca ver al elenco político y su actuación diaria, estudiar sus propuestas, sus votaciones, sus discursos, tratar de hallar salidas a las trampas, regresiones y agresiones que desde allí arremeten contra el país, resulta difícil mantener la esperanza.
Pesa además sobre el ánimo la constante percepción de que el cansancio de gran parte de la ciudadanía ante la falta de representación les ha hecho renunciar a la expresión de su hartazgo. Queríamos “que se vayan todos” y al final los que se fueron, los que nos fuimos, somos los ciudadanos y ciudadanas. A buscarnos la vida, la esperanza y la alegría por fuera de la política, el Estado y esa democracia que a menudo no es más que un significante vacío y ajeno.
Mientras que hace algunas semanas me permití afirmar que los funcionarios públicos se atrevían al desparpajo en determinadas actuaciones “por la certeza de que no encontrarán una respuesta fuerte y organizada desde la otra acera”, eventos recientes han permitido recordar que la ciudadanía no se ha ido y encuentra siempre formas de expresión de su rechazo al elenco político autoritario.
Así, unas imágenes ya viralizadas muestran a Patricia Chirinos siendo repudiada y expulsada por los asistentes a un bar limeño, quienes la encararon por su actuación política, la que la ha convertido en uno de los principales rostros del entramado autoritario y delincuencial que maneja el poder hoy. Pocas semanas antes, otros dos congresistas de la coalición autoritaria fueron abucheados por la ciudadanía en Cusco y en San Martín.
Días después, vimos hasta tres escenas en las que la ciudadanía ayacuchana confrontando al gobernador Wilfredo Oscorima, a raíz de sus vínculos con la corrupción en el Ejecutivo y su abandono de la región que dice gobernar. Las protestas en Ayacucho no han terminado y la indignación de su población parece irradiar en el territorio, que cada vez se opone más al gobernador.
Finalmente, la ministra de Cultura fue abucheada fuertemente durante su elocución en la inauguración del Festival de Cine de Lima, a la que asistió con desparpajo a pesar de ser la mayor responsable pública de los intentos de desincentivar y censurar este arte en el país.
Nos encontramos, pues, con acciones de protesta legítima surgidas del hartazgo ciudadano que, aunque haya aminorado su participación en movilizaciones masivas o acciones organizadas, acumula rabia, frustración e impotencia frente a una clase política de la que ya no solo desconfía, sino que directamente rechaza.
Esas emociones terminan siendo, de una forma u otra, movilizadoras de la necesidad de expresarse y con ello se convierten en acción política democrática. Porque la libertad de expresión es central no solo en la construcción institucional de las democracias –como bien lo muestran las diversas conceptualizaciones y caracterizaciones de esta que se han desarrollado a lo largo de los años– sino que es uno de aquellos principios que se impregnan más en la ciudadanía y que difícilmente logran desaparecer los gobiernos autoritarios, por mucho que lo intenten.
Como bien señalaba Josefina Miro Quesada al respecto “cuando las expresiones versan sobre temas de interés público, la libertad de expresión se refuerza. Esto por el valor instrumental que tiene en democracia”. La protección al derecho a la libertad de expresión o el derecho a la protesta, claro está, no incluyen ni justifican la violencia.
Ante estas formas de expresión y protesta, el gobierno ha respondido con un comunicado que señala que califica estas protestas como expresiones de “diferencias de opinión”. ¿Puede ser considerada una “diferencia de opinión” el rechazo de más del 90% de la población al Ejecutivo y Legislativo?
Por ello es importante rechazar la equidistancia que pretende comparar las acciones de grupos violentistas organizados, aliados o protegidos por los poderes autoritarios, con la expresión de una ciudadanía que se ve golpeada por la falta de esperanza, pero que se rehúsa a resignarse al ánimo sombrío.
Quizás en un contexto de poca capacidad de movilización masiva sean estas expresiones espontáneas las que aviven el ánimo ciudadano y la valentía de confrontar a quienes creían estar a salvo y tranquilamente asentados en el poder. Tal vez en medio de la tormenta me esté aferrando a una pisca de esperanza, pero si seguimos expresando el rechazo, contagiando la fortaleza para enfrentar a quienes se sienten impunes en el podar, podamos ir recomponiendo la identidad de “comunidad imaginada” que nos ayude a volver a avizorar respuestas, caminos, horizontes. En conjunto, el camino siempre es menos cuesta arriba. Me voy a aferrar a esa esperanza.
Politóloga, máster en políticas públicas y sociales y en liderazgo político. Servidora pública, profesora universitaria y analista política. Comprometida con la participación política de la mujer y la democracia por sobre todas las cosas. Nada nos prepara para entender al Perú, pero seguimos apostando a construirlo.