Las reformas en el Estado se asemejan a castillos de arena: difíciles de construir, pero increíblemente fáciles de destruir. Esto es precisamente lo que ha sucedido con la reforma universitaria, que ha sido arrasada por dos olas legislativas, desmantelando los mecanismos que permitían al sector educativo exigir estándares mínimos de calidad a las universidades.
La primera ola buscó nivelar la educación superior hacia abajo. ¿Cómo ganarse a los universitarios? Ofreciéndoles el bachillerato automático de forma indefinida (Ley n.º 31803). ¿Y a los profesores? Extendiendo el plazo para que puedan enseñar sin maestrías (Ley n.º 31964). ¿Y a los rectores? Otorgándoles votos en el Consejo Directivo de la Sunedu, permitiéndoles ser jueces y partes a la vez (Ley n.º 31520).
Con los principales actores neutralizados, ha llegado la segunda ola, que viene eliminando cualquier forma de supervisión. Se suprimieron las direcciones de fiscalización y licenciamiento de la Sunedu (ROF); se habilitó el licenciamiento permanente de universidades sin controles periódicos (Ley n.º 32105); se permitieron clases 100% virtuales; se retiró el examen nacional de medicina como requisito para postular al Serums (RM n.º 263-2024); y, próximamente, se dará una segunda oportunidad a las universidades con licencia denegada (agendado en el Pleno).
A diferencia de lo que ocurrió en las olimpiadas, estas olas sí llegaron y devastaron el incipiente castillo de la reforma universitaria, que apenas había construido su primer piso: exigir las condiciones básicas de funcionamiento. En cuanto se intentó avanzar al segundo nivel (supervisión de facultades, programas y renovación de licenciamientos), la marea se intensificó y todo volvió a foja cero.
Estas normas demuestran que la legislación educativa actual, que esperamos cambie pronto, prioriza el negocio sobre el interés superior del estudiante y está funcionando como un salvavidas para ocultar la mediocridad en la gestión de las universidades públicas, beneficiando tanto a los rectores como al Gobierno.
Con el panorama devastado, el único camino es la reconstrucción. Por tanto, es imperativo exigir a los 35 partidos políticos inscritos que transparenten sus conflictos de intereses en el ámbito educativo y sus posiciones sobre estas olas que sí llegaron, no para darnos una medalla olímpica, sino para ahogar la educación universitaria de calidad.