Esta semana, Yana-Wara, la película en aimara de Óscar y Tito Catacora, se estrenó en Lima en muy pocos cines. Algunos la programaron, por cumplir nomás, en horarios imposibles: el Alcázar (Cineplanet) la proyecta en la matiné infantil, a las 16:30; y en el Jockey (Cinemark), a la hora de las lechuzas, 22:30. Aun así, las funciones en el Alcázar en los primeros días tuvieron un lleno de bandera, lo que llevó a Cineplantet a programar dos horarios adicionales para el día de hoy, domingo.
La enorme expectativa creada en la región Puno, de donde los Catacora son originarios, obligó a Cineplanet, nuevamente, a ampliar el número de funciones, de dos a tres en Juliaca y de una a dos en Puno. También se ha estrenado en salas de Arequipa y Huancayo y se anuncian otras ciudades en los próximos días. Por lo expuesto, el lanzamiento “discreto” del día jueves 4 de abril no respondería al temor de las distribuidoras a un público indiferente, sino a la falta de interés de parte de estas, que se encuentran atadas a intereses corporativos transnacionales.
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Sobre la trama, pocas palabras. Primero, que la película abre una caja de Pandora. Yana-Wara cuenta la historia de una adolescente marcada por la fatalidad de fuerzas oscuras y por la acción de los hombres de carne y hueso. En concreto, por la violencia de género: una joven violada (no diremos más para no espoilear). Yana-Wara expone de forma descarnada la honda soledad de una muchacha que es víctima y deviene en el estigma de su comunidad al ser la portadora de la “deshonra”. La película se interna en la intimidad del grupo y muestra con mirada incisiva las decisiones de la justicia comunal y resiente la ausencia del Estado peruano.
Pero Yana-Wara está lejos de ser un acartonado “discurso” social. El drama en un rasgo muy destacable del buen cine, y discurre entre los grises. No cae en los imperativos categóricos (la ley y las convenciones sociales), sino que se coloca más cerca de los dilemas humanos de la tragedia griega. En ese ahondar en la condición humana destaca el vínculo entrañable entre Yana-Wara y su anciano abuelo, donde hay ternura, cuidado y compasión. Son estos los momentos más sentidos y logrados de la película.
Se puede objetar la presencia tangible de lo sobrenatural empalmada en una propuesta realista, una resolución estética abierta a discusión en un país multicultural, y que no resta los logros de una película notable. El cine independiente y, más aún, el que se produce con talentos del sur andino son una realidad manifiesta y que madura, cuyo peso en la vida nacional trasciende lo artístico. Sino, pregunten a los congresistas Adriana Tudela y Alejandro Cavero, empeñados en cerrarle el paso.
Kinra y Wiñaypacha, esta última obra prima del recordado Óscar Catacora, son algunas películas en lenguas originarias (quechua y aimara) que recibieron en su momento ayudas del Estado y colmaron las expectativas con distinciones en festivales de renombre como el de Mar de Plata (Argentina) y Guadalajara (México), respectivamente.
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La importancia de las películas en lenguas originarias radica no solo en la producción de industria nacional, sino también en el apuntalamiento de los derechos culturales de millones de peruanos. El cine en quechua y aimara tendría que ser, además, diplomacia cultural en el juego de la geopolítica del Estado peruano (en la medida en que le interese). Es afirmación de derechos civiles y políticos, en pugna constante con el orden establecido y que, en los Andes, se afirma en desafío abierto al poder material y simbólico de Lima (prestigio de la modernidad de la urbe, el castellano, etc.). Algo que congresistas y poderes asentados en el centralismo ven con recelo creciente. Porque el cine independiente en lenguas originarias es político. Será por eso que llena las salas de cine.
Socióloga y narradora. Exdirectora académica del programa “Pueblos Indígenas y Globalización” del SIT. Observadora de derechos humanos por la OEA-ONU en Haití. Observadora electoral por la OEA en Haití, veedora del Plebiscito por la Paz en Colombia. III Premio de Novela Breve de la Cámara Peruana del Libro por “El hombre que hablaba del cielo”.