Una semana de estreno subsidiado en pantallas comerciales a lo mejor del cine peruano salido del Festival de Cine de Lima (por ser nuestro encuentro nacional más importante) sería quizás un paliativo para menguar el daño a la imagen de nuestro cine.
En las últimas semanas se produjo un ataque artero denunciando que el Estado financia “filmes rojos” –obviando, para forzar esta narrativa, muchos títulos– y hace unos días, el especialista en marketing Rolando Arellano firmaba una columna en El Comercio reiterando percepciones equívocas.
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“La India solo pudo empezar a presentarse como gran potencia del futuro cuando su cine de muletas y llantos se transformó en el espectáculo más vital de Bollywood”, escribe Arellano, arengando por un cine peruano que “evitando un contraproducente cine de propaganda, haga arte libre, atractivo y/o crítico, pero además pedagógico”. La industria del cine indio produce mil filmes anuales como mínimo, y lo que llegaba a nosotros en los ochentas y noventas (“muletas y llantos”) era una muestra ínfima, precisamente lo que los marketeros de esos tiempos consideraban que tendría más éxito en nuestro mercado tomado por telenovelas.
El Perú está produciendo cine de altísima calidad y nadie se entera, esa es nuestra desgracia. Ese cine que reclama Arellano ya lo tenemos y llega en su mayoría desde fuera de Lima, como la excelente tripleta Yana-Wara, Diógenes e Historias de shipibos. La ganadora a mejor película peruana, Cielo abierto, viene de Arequipa. Falta mejorar circuitos de exhibición alternos, tener una Cinemateca Nacional, defender nuestros presupuestos y sí, solucionar los vicios que terminan dando como aptas para aspirar al Oscar y al Goya a películas sin nivel. Y entender que el cine, como cualquier otro arte, no está obligado a la pedagogía.
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