Oro, huacos e información, el saqueo del Perú de ayer y hoy

“Los datos y las fotos de los murales son únicos y exquisitos y pronto poblarán las publicaciones que hará la investigadora, que como ocurrió con la anterior ‘expedición’, por supuesto, solo se van a hacer en inglés...”.

Por: Luis Jaime Castillo, exministro de Cultura

El saqueo de las riquezas culturales del Perú no siempre ha sido igual. A través de los siglos, lo saqueado ha ido cambiando con los intereses de los saqueadores, pero el resultado ha sido siempre el mismo.

Con la llegada de los primeros europeos y la difusión de la leyenda de los cuartos llenos de tesoros, el objetivo fue encontrar y fundir la mayor cantidad de metales preciosos y enviarlos de vuelta a Europa. Para ese propósito no solo se saqueó lo que era visible en templos y palacios, sino que se inició una carrera frenética por saquear los “tesoros enterrados”. Para robar los tesoros de la huaca del Sol, por ejemplo, se desvió el río Moche, lo que destruyó más de la mitad del mayor templo Mochica de la costa norte. Pero esta no fue la única "mina" saqueada, todas las huacas del norte fueron destruidas en búsqueda de tesoros.

Ahora bien, a los primeros saqueadores solo les interesaba lo que podían fundir, lo demás lo dejaron tras de sí en una estela de momias violentadas, textiles rasgados y cerámica quebrada. Gracias a esta selección, el arqueólogo Santiago Uceda encontró en la huaca de la Luna una tumba Chimú saqueada que contenía dos de los objetos más hermosos hallados por la arqueología peruana: las maquetas Chimú de los patios ceremoniales de Chan Chan que fueron descartados por los saqueadores.

En el siglo XIX, el objetivo del saqueo cambió, adaptándose a la ideología de los nuevos imperios que competían por tener la mejor representación del mundo a sus pies. Ya no eran los metales, sino las antigüedades, las momias de increíble preservación, los maravillosos y antiquísimos textiles y la fabulosa cerámica. Muchos de los fundadores de la arqueología vivieron de ese tráfico.

Max Uhle, por ejemplo, fue contratado sucesivamente por las universidades de Pensilvania y de California para saquear cementerios peruanos, fruto de lo cual increíbles colecciones existen en los museos de esas universidades. Paradójicamente, los peruanos celebramos con devoción y respeto el expolio realizado por Uhle en Pachacamac y las huacas de Moche, e incluso nos enorgullecemos de ver nuestro patrimonio saqueado en los pabellones de sus museos. Esta fase acabó cuando los estados desposeídos se percataron de lo que se estaba perdiendo, y se aprobaron leyes de protección de patrimonio en todo el orbe.

Estas leyes muchas veces han sido letra muerta puesto que, al hacer más difícil el saqueo, apareció el lucrativo negocio de antigüedades. La prohibición de las exportaciones de bienes del patrimonio coincidió con que los grandes museos en el mundo desarrollado se llenaron de demasiadas cosas, miles de miles de artefactos que nunca iban a ser exhibidos, pero que ocupaban muy valioso espacio en inmensos depósitos.

Al inicio del siglo XX ya no interesaba hacerse de grandes colecciones, solo interesaban las joyas de oro y plata y los artefactos de exquisita factura. Para este fin no era necesario apropiarse de grandes colecciones, era mejor ser selectivo y usar como intermediarios a los científicos. En 1912, el arqueólogo alemán Ludwig Borchardt encontró en la antigua ciudad egipcia de Amarna tres bustos de la famosa reina Nefertiti, esposa de Akhenaten y madrastra de Tut ankh amun. En las negociaciones con el gobierno egipcio, Borchard logró engañar a los funcionarios egipcios, dejando en el país dos bustos de cruda manufactura, obteniendo para Alemania el mayor tesoro arqueológico que existe en ese país y uno de los más grandes artefactos arqueológicos del mundo; el Busto de Nefertiti, el objeto arqueológico favorito de Adolfo Hitler. Todo gracias a un embuste.

Ahora las colecciones masivas podían quedarse en sus países de origen, sobre todo las que producían las "expediciones científicas". A partir del siglo XX surgió la convicción de que más importante que los artefactos era la información, desde el material genético de productos naturales, antiguos y modernos, e incluso de las momias, las semillas y el polen, las tecnologías de cultivo, los miles de tubérculos adaptados a todo tipo de ambientes y climas, hasta la información arqueológica de las civilizaciones antiguas que permitía a los académicos construir carreras y reputaciones. Es a través del control de esta información, contenida en archivos y bibliotecas, laboratorios y museos, que permite a una universidad o a un museo brillar por los descubrimientos de sus académicos.

En realidad, las cosas, los artefactos, estorban, y era mejor que se quedaran en los infames depósitos de las antiguas colonias, sin que las instituciones asuman ningún compromiso con su preservación, sin complicarse en construir museos o poner esta información a disposición de sus legítimos propietarios, en sus regiones y países de origen. Lo valioso, se entiende, son los datos, la información, ya no las cosas que tan denodadamente protegen los países como el Perú. Los ejemplos son interminables, basta uno reciente. Hace poco una investigadora norteamericana ha terminado su segunda gran temporada de excavaciones en un monumento de la costa norte, no con un permiso a su nombre sino a nombre de una joven arqueóloga peruana.

Como en la primera expedición, los hallazgos de pinturas murales mochicas han sido espectaculares; sin embargo, en el Perú nadie se ha enterado. Esa era la idea. Los pocos artefactos que encontró en sus excavaciones se guardarán para siempre en cajas que se depositaron en un museo regional, donde serán olvidados. Estas cosas poco o nada importan, además son responsabilidad de la persona a nombre de quien se hizo el permiso. Lo que realmente interesa es la información que se obtuvo en la “investigación”.

Los datos y las fotos de los murales son únicos y exquisitos y pronto poblarán las publicaciones que hará esta investigadora, que como ocurrió con la anterior “expedición”, por supuesto, solo se van a hacer en inglés y a precios inasequibles para los investigadores peruanos. Para su universidad, las publicaciones que haga en el Perú, o en idioma español, posiblemente no valgan nada. Por supuesto, cualquier esfuerzo para proteger el sitio o para hacer lo que Walter Alva hizo en Sipán, o Santiago Uceda en las huacas de Moche tampoco cuenta. Lo que importa, lo único que importa, es avanzar en su carrera a costa de nuestro patrimonio. A mí esto me huele a colonialismo disfrazado de academia.

Seguimos y debemos seguir cuidando los restos del pasado. Pero debajo de nuestras narices estamos siendo saqueados de lo que hoy verdaderamente importa, la información.