El abandono de infantes, o su eliminación a secas, ha sido una práctica familiar para resolver situaciones muy críticas; tanto las que tenían que ver con estrecheces materiales extremas –en los casos en que la propiedad de una miserable tira de tierra no pudiese dividirse una vez más para legarse–, como aquellas que perturbaban en grados intolerables el orden social o la vida en comunidad –adulterio, incesto y señales físicas agoreras–.
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En Eurasia, mientras tuvo vigencia el sistema dotal, durante siglos, la mortalidad infantil femenina superaba la de los niños; eran destetadas prematuramente y menos cuidadas en general que sus pares de otro sexo. Invertir en las niñas para exponerlas en el mercado matrimonial era, para las familias, motivo de amargura. La aparición de la escuela y de la creciente alfabetización de las niñas abrió el horizonte de las mujeres. Empezaban a ser queridas.
Pero en el Altiplano puneño, a fines de la década de los 60 del siglo XX, la escuela para las niñas del campo no llegaba. Los pobladores de la parcialidad aimara de Hacha Wayllata (Chucuito) habían construido su propia escuela y la casa para hospedar al maestro. El Estado se había limitado a asignar un maestro de tercera categoría. Niños, y en menor cantidad niñas, pasaban dos o tres años en la escuela, y a duras penas se entrenaban en la escritura de unas cuantas palabras en castellano; nada en su propia lengua. La familia las prefería aprendiendo de la madre las técnicas del tejido y trabajando con ellas cuando las tareas de la siembra y la cosecha, aunque paupérrimas, lo exigían. Hacia los 15 años entraban a los rituales del cortejo, que se combinaban con las negociaciones familiares en torno a la unión de los jóvenes. Pero las pautas tradicionales, el sirviña o matrimonio de prueba por ejemplo, que orientaban la formación de nuevos hogares se habían perdido; la familia nuclear tampoco contaba con el parentesco extendido en el que obtenía recursos materiales y simbólicos clave para la reproducción de la vida. Se habían esfumado las autoridades tradicionales, y las poblaciones de la zona estaban en manos de los gobernadores y representantes del gobierno central, ajenos del todo a la población indígena. Inundaciones, sequías y heladas habían azotado a las comunidades secularmente dañadas por la expansión de la gran propiedad.
El antropólogo Luis Gallegos encontró en estado de gravedad parcialidades como la de Wayllata cuando llegó en 1968. Quiso entender las dimensiones y las causas de las noticias sobre el infanticidio en la zona. Puso en marcha un censo familiar: los pobladores no podían tener más hijos, y las cifras recogidas hablaron de una diferencia entre el número de niñas y niños. Gallegos recogió testimonios sobre las formas en que los recién nacidos, sobre todo las niñas, eran privados de la vida; y de los peregrinajes de las mujeres a lugares de culto donde las mujeres rogaban a la Virgen (a una sin niño) que se llevara a su prole. Encontró que las niñas eran las menos queridas y cuidadas. Las autoridades públicas no denunciaron; quizá también pensaban que las niñas no importaban tanto. No han cambiado mucho.
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