La antipolítica, con su extremada flexibilidad de la representación y escasa vigencia de lo partidario, aún produjo algunos resultados para la conservación de un sistema con reglas pactadas. A esta etapa le ha sucedido la contrapolítica, que se afirma de modo hegemónico en cada crisis.
Tuvimos contrapolítica en altas dosis las últimas semanas, es decir, una forma de política en modo de negación y confrontación, resistencia al uso de algún acuerdo para resolver una controversia y la renuncia o vaciamiento de una representación pactada.
El actual baile de las sillas entre los candidatos presidenciales sin partido y los partidos legalmente existentes pero sin candidatos es francamente obsceno y grosero. Los dos modelos en curso, cooptación de los “partidos” a los candidatos, o colonización de los membretes, presentan alternativas que tendrán efectos luego de las elecciones.
La cooptación implica un acuerdo simple en donde el candidato interviene poco o nada en la confección de las listas parlamentarias y en la organización del “partido”, en tanto que en el modelo de la colonización el “partido” se coloca totalmente a las órdenes del candidato que se hace cargo en gran medida de la campaña electoral y del grupo mismo.
En ambos casos, sin embargo, con la premura del tiempo, el riesgo de la absoluta independencia del candidato respecto al grupo político y a los parlamentarios elegidos es muy alto, de modo que se preparan en estos días las condiciones para que el próximo Congreso tengan más bancadas enfrentadas al Gobierno y legisladores díscolos.
La reciente encuesta de Ipsos Perú revela una compleja relación entre los ciudadanos y los partidos y resume, precisamente, la contrapolítica. El 62 % no simpatiza con ningún grupo y se declara “independiente” frente a ellos. Por otro lado, tanto los antiguos partidos como los nuevos grupos concentran bajas adhesiones, y es Acción Popular (AP) el que encabeza las simpatías con apenas 6 %.
La disolución de las relaciones, lealtades, programas, discursos y símbolos entre quienes aspiran a la representación y los representados es casi total. Ello no solo no significa que los electores carezcan de identidad y que no sean conscientes de la misma, sino que entregan su confianza de otro modo e intensidad, es decir, la contrapolítica conlleva su propia “representación”.
Los seis primeros partidos en la lista apenas concentran el 20 % de adhesiones. Al mismo tiempo solos dos de los candidatos de esos grupos están entre los primeros en la encuesta de intención de voto, de modo que, con mayor intensidad que el año 2016, las elecciones implicarán una representación efímera y precaria, a la espera de que el nuevo presidente realice grandes movimientos populistas y/o plebiscitarios para contener en algo el retiro de la confianza.
Es probable que para la mayoría de electores, candidatos y “partidos” esta sea una solución aceptable o fácil en la medida que salva las apariencias, exigencias y plazos. Algunos estudios -cada vez menos frecuentes- atribuyen la responsabilidad a los ciudadanos y explican el fenómeno desde el enfoque de la informalidad, exclusivamente. Sin embargo, el fenómeno contiene una maraña de cables conectados a la inmensa caja de la desconfianza y la brecha creciente entre las elites y los ciudadanos.
Una reforma tibia como la que se realiza en esta etapa, en no más del 10 % o 15 % de lo imprescindible, confirma la inviabilidad de cambios pequeños y graduales y la necesidad de apuestas de mayor volumen constitucional e institucional. El tiempo de la reforma en mínimas cuotas ha terminado a pesar de la algarabía cuando el Congreso aprueba alguna norma recortada. Es tanta la sed que una gota nos parece un océano.
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