Wendy Ramos: “Extraño hacer clown. Necesito ese lado de jugar, de ser vulnerable, de no estar en control de la situación”
La actriz y comunicadora cumplió años esta semana. En esta entrevista habla de su nuevo libro y de los detalles de su vida que están plasmados en esta publicación, como la relación con sus padres, su etapa de clown, la desnudez, el amor, la música y la capacidad de decir no.
Es martes 29 de noviembre. Faltan dos días para el cumpleaños número 56 de Wendy Ramos y ya alista algunos preparativos. Lo primero, ha decidido quedarse en casa. O ha tenido que hacerlo, porque pensaba viajar a Máncora, pero el lugar al que quería llegar ya está lleno. Por eso se ha comprado algunas provisiones para las próximas 48 horas. Llega a su departamento con un par de bolsas de supermercado que le ayudo a cargar. En ellas destaca un Baileys que probablemente no tome, y que le hará compañía a otras botellas del mismo trago que andan guardadas en su cocina, un espacio al que ha llenado de tazas de colores, con personajes de dibujos animados, catrinas mexicanas y gatos.
En realidad, el blanco es el color que domina su departamento, pero ella lo ha ido salpicando de otros matices, frenéticamente, con ayuda de los funkos que adornan su sala, del equipo que usa para sus transmisiones online, incluso de su ropa. Esa combinación convierte a este lugar en algo propicio para una fiesta de cumpleaños, la fiesta de Wendy, una celebración que empezará primero con tiempo para ella sola y luego continuará con una reunión para unos pocos amigos. Es algo que ha ido aprendiendo con el tiempo y que detalla en su último libro Mi fiesta es mía, (Grijalbo, 2022). Es el derecho de estar bien con uno mismo antes que pensar en complacer a los demás. Es la filosofía de una clown.
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¿Te gusta que te definan más como payasa que como actriz?
Es que he ido cambiando. Hubo una época en donde decía que no era actriz, porque no me sentía actriz, porque no había estudiado actuación, había llevado talleres, pero en los noventa, en la universidad. Y más bien como clown sí me formé, he llevado tropecientos cursos, en todas partes del mundo, con muchos maestros. Hoy, a veces digo “soy actriz”, porque he hecho cine, pero todavía me da un poquito de reparo llamarme así, porque hay cosas que no he probado y no sé si las podría hacer.
¿Entonces prefieres que te digan payasa?
Ahorita, como ya no estoy haciendo clown, tampoco, porque en el 2016, cuando terminó Bolaroja, yo pensé que iba a seguir haciéndolo, pero me fui por otro lado y extraño hacer clown. O sea, necesito ese lado de jugar, de ser más vulnerable, de no estar tan en control de la situación, de dejarme llevar.
Tú último libro está lleno de detalles, ¿cómo has podido recordar tantos hechos de tu infancia?
Es que, así como hay cosas de las que no me acuerdo nada, por ejemplo, de mi mamá, hay cosas de las que sí me acuerdo, por ejemplo, del nido.
¿Del nido? ¿De cuando tenías 4 o 5 años?
Sí, era bien chiquita, creo que era el año 1971, pero me acuerdo de la luz, me acuerdo de los niños, me acuerdo de donde me sentaba, pero de mi mamá, de esa época, no me acuerdo nada y me dicen que ella me llevaba al jardín. Yo siempre digo que tengo mala memoria y he llamado a amigos con los que compartía, a gente de esa época, a mi exenamorado, de cuando tenía 12 años, y él se sorprendía y me decía: “Te acuerdas de todo”.
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Si no recuerdas que tu mami te llevaba al jardín, ¿qué es lo que recuerdas de ella?
Lo que me acuerdo es de los cuentos que me contaba, que los grababa, como el de los animales jugando fútbol. Y también estaba el de la caperucita al revés. Y otro recuerdo, que no puse en el libro, es que en la tienda de debajo de la casa había juguetes, y a la altura de mis ojos había una cosa de vaqueros, era el sombrerito, una correa de plástico marrón con una cosita para poner la pistola y las balitas, y yo quería eso. Pero mi papá me decía: “No, porque eso es para hombrecitos, eso no es para niñas”. Pero mi mamá dio permiso para que me lo compraran y ya pues, yo andaba todo el día con mi sombrero, mis balas y mi pistola (se ríe). Después tengo una foto, ponte que ella ya está enferma, y está en la casa, y no me acuerdo más. Su cara la he construido de las fotos que he visto, no me acuerdo de su imagen.
¿Y es verdad que cuando ella estaba mal, tenías que hacerte la desmayada para poder entrar al hospital y visitarla?
Eso me lo han contado, que no me dejaban entrar porque era muy chiquita y me decían que me desmayara, para pasar por emergencia.
¿Cuántas veces estuviste a punto de escuchar la voz de tu madre después de que ella partió?
Cuando encontré la cinta donde se grabaron los cuentos.
¿Son las cintas que llevaste a la universidad?
Claro, un día vi una máquina en la universidad, vi sus cintas y pregunté: “Oye, ¿puedo traer unas cintas de mi casa para pasarlas a casete?”. Me dijeron que sí, pero estaban muy deterioradas, muy viejas, hongueadas. Pucha, me da cólera, ahora digo que las debí guardar igual, porque tal vez ahora, con la tecnología, se podrían recuperar.
En otro momento sí llegaste a escuchar a tu mamá.
Sí, en el taller vivencial sobre la muerte. Ese taller lo tomé porque iba empezar a trabajar como clown hospitalario. Había un clown español, Juan Pedro Romero, él me estuvo ayudando con el proyecto, dándome información para empezar con Bolaroja, y me recomendó ese taller. Me dijo: “Mira, nosotros hemos llevado ese taller, porque vamos a estar en contacto con la muerte y está bueno que tú sepas cómo reaccionar ante eso, cómo tratar mejor a un paciente terminal”. Y ya pues, yo ni lo pensé, pagué el curso que era en Barcelona, en una casa en medio de la nada. Te hacían cosas como para asustarte. Te vendaban los ojos, hacían que alguien te llevara y te reventaban cohetes al costado.
¿Por qué?
Era para controlar el estrés, te daban vueltas, debías tirarte con los ojos cerrados a una colchoneta. Era como arriesgarse, atravesar el miedo. Debías estar entrenado en esos momentos calientes, para llegar a donde se quería llegar. Y la experiencia final, para algunos, era ver cosas alucinantes, había gente que veía panteras, fogatas. Cada uno entraba a otro sitio, en su mente, y tu experiencia era cuidarlo. Había gente que se paraba y se ponía a bailar con los ojos vendados, otros lloraban, y tú como cuidador tenías que respetar lo que estaba pasando ahí y no intervenir. O sea, debías hacer lo necesario. Si tenía frío, podías ponerle una colcha, o te ponían agua en los labios porque se te secaban mucho. Entonces, me tocó el turno, vino un hombre y me preguntó: “¿Qué le preguntarías a tu mamá?”. Y yo dije: “¿Por qué te fuiste?”. Y luego me dio culpa, porque yo sé que ella no fue alguien que se quiso ir, no me abandonó. Y de ahí vi una construcción mental que era como mi mamá, y le digo: “Perdóname, sé que no te querías ir, yo estoy muy bien, no te preocupes, todo el mundo lo ha hecho muy bien, han estado conmigo, no me han dejado sola, me han tratado muy bien”. Y estábamos cada uno en una colchoneta y levanté la colchita, como para que ella se echara. Yo estaba con los ojos vendados, me volteé y sentí como si estuviera allí. Y yo lloraba, pero lloraba bonito, no había un llanto de drama.
¿No habías llorado antes por tu mamá?
No pues. Cuándo murió, mi familia hizo lo que haría con una niña de esa edad. O sea, en los setentas, ¿qué información teníamos de cómo tratar el duelo? Todo era muy de: “No hay que hacer sufrir a la niña, vamos a estar todos cerca de ella”. Y no hicieron ni duelo, ni ropa negra, todo por mí. Claro y para todos fue duro eso, no solo para mí, que no me di cuenta, que no pude llorar ese duelo.
¿Has encontrado muchas veces al amor de tu vida?
Ufff…
¿Qué significa ufff?
Un montón de veces. Tengo diarios míos de chibola, a veces los veo y digo qué es esto. Era una estúpida, era cojudísima.
¿Usabas puro lenguaje telenovelero?
Sí, era como. “Ay, hoy día vi a Pablo, es el amor de mi vida, quiero verlo otra vez, sino me voy a morir”. Tres hojas después: “Qué lindo Jorge, hoy día lo vi, estaba en el Británico, ojalá algún día me hable”. Unas páginas más allá: “Ay, Martín. Hoy hablé con Martín”. Y no estaba con nadie, pero yo soñaba. Hacía corazones en la pizarra del colegio, con todos los nombres de los que me gustaban. Era bien telenovelero todo. Porque en las telenovelas no hay un amor sano, todo es tóxico. Si no fuera tóxico, ¿cuántos capítulos duraría una telenovela?
Bueno, en las telenovelas y un poco en la música.
Claro. “Celos de los ojos de mi amigo, del saludo del vecino, del forro de tu abrigo”.
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Sí pues, qué daño nos ha hecho Camilo Sesto.
(Se ríe) Pero toda la música era así pues. “Solo con ella vivo la felicidad, yo sé que nunca a nadie más podría amar, que la quiero de verdad”. ¡Cómo que nunca más? Y es lo que la gente tiene en la cabeza. “Nunca más me voy a volver a enamorar”. Cuando alguien me dice eso, le digo: “Pucha, vengo de tu futuro a contarte que te vas a enamorar un montón de veces, porque sí pues, porque también vas aprendiendo”.
Déjame citar un poco de tu libro, dices: “Elegir cómo sería el vestido de mis quinceaños se convirtió luego en elegir sin atajos, en decidir no tener hijos, en empezar un proyecto gigantesco sin financiamiento y sostenerlo por quince años, en casarme dos veces para ser feliz y divorciarme dos veces para ser feliz”. ¿Cómo se llega a ese estado de fidelidad a uno mismo?
Es que la vida la vas a vivir tú. Esa gente que se mete y dice: “Tú deberías hacer esto, deberías tener hijos”. ¿Acaso ellos los van a cuidar? ¿Ellos van a pagar cuando estén enfermos? ¿O van pagar la universidad? Qué fácil es decir a otros: “Ah, déjalo o quédate”. Es que creo que hay que aprender a decir que no, más que aprender a decir que sí.
¿Y te ha costado mucho decir que no? ¿Cuándo empezaste a decir que no?
Tampoco hay una fecha, vas aprendiendo poco a poco y te vas dando cuenta. Una cosa bien fuerte que me pasó fue hace como cuatro años, que era julio y que todo el siguiente año ya me había comprometido a hacer obras de teatro. Cuando vi el calendario, me di cuenta que no tenía espacio para viajar, y no me puedes dejar sin viajar, eso sí que no. Entonces me salí de todo y me quedé con la agenda vacía. Agarré, mandé un mail a los directores con los que me interesaba trabajar y les dije. “Hola, estoy con mi agenda vacía para el próximo año y ahora en noviembre voy a sentarme a ver qué cosas quiero hacer, si habías pensado algo conmigo dime de una vez para ver si encaja o no con lo que yo quiero hacer”. Luego me arrepentí, me decía: “¿Qué has hecho?” (se ríe) Me asusté horrible, porque nos han enseñado que eso no se puede hacer, que tienes que estar disponible para que te llamen. O sea, siempre tienes que ser mansito, obediente y estar ahí. Y yo me decía: “¿Cómo vas a hacer eso, Wendy Ramos? ¿Quién te crees?”. Y de a pocos me respondieron. “Sí, había pensado en hacer un no sé qué contigo, ojalá que puedas para tal fecha”. Y ahí empezó, se acabó el perrito bueno. Ahora cuando me invitan a cosas que no quiero digo no.
¿Cómo fue el proceso de desarrollar tu clown? ¿July Natters hacía preguntas incómodas y luego qué más?
Lo que pasa es que July es actriz. Yo creo que ella mezcló un poco el clown con la actuación. Entonces, como que creamos personajes para cada espectáculo. En uno yo era una chica mística, en otro era una vieja, eran personajes que de todas maneras sacaban cosas de ti.
Pero no es lo que hemos visto en la tele.
En la tele te preguntaban cosas, te sacaban un poco de cuadro, para ver cuáles eran tus debilidades, qué cosas iban funcionando, qué cosas daban risa y así empezábamos.
¿Y Wendy Janet?
Eso es bien gracioso porque salió cuando estábamos haciendo Pataclaun Enrollado. Salí a hacer un número con otro compañero y yo no sé qué le dije. Él era uno que siempre brillaba, y brillaba mucho más que yo, era mucho más gracioso. Y no sé qué hice, pero funcionó, hasta se sorprendió. Y entonces seguí pues, seguí hablando, para que él no hablara y yo comencé a hablar y a hablar. Luego probamos la misma escena con otros hombres del grupo, con Pipo Gallo, con Gonchi también lo probé, y al final probé con Cachín. Y cuando probé con Cachín, él no se iba a dejar pisar jamás, no se iba a quedar callado en la vida. Yo venía de hacerme la dramática y él era tan rápido. Soltamos lo que había ahí. Yo salía con una vinchita de huevo frito y al final de ese número él me terminaba diciendo “¿Quieres hacer el amor?”. Y yo respondía: “Sí”. Y él replicaba: “Yo también, ya vengo”, y se iba. Así pasamos también a la televisión.
¿Qué se siente estar rodeada de cuerpos imperfectos en una playa de Ibiza?
Fue increíble pues, primero estaba como sorprendida, porque no eran los cuerpos que ves en la tele. Y los que estábamos en el taller en Ibiza éramos como normales, de la misma edad, misma contextura, porque todos hacíamos teatro y teníamos como un entrenamiento. Y de pronto aparecieron cuerpos mayores y sin problema, porque nadie se pone a ver. Y luego te acostumbras. De hecho, yo tenía un novio americano. Él fue a visitarme a Ibiza y después yo fui a donde él estaba. Me llevó a una playa en un sitio en Estados Unidos, yo llego y ¡Plaaaan!, me quito todo, y todos los gringos -que dicen que son bien locos, bien atrevidos en sus películas- resultaron muy conservadores, todo el mundo se volteó a mirar, el mar se detuvo, las gaviotas se detuvieron (se ríe).
¿Y qué pasó?
Pues mi novio me dijo que mejor me vistiera. Y recién respiró.
¿Y vas a otras playas así?
Nunca más he estado en playas nudistas, solo fue en Ibiza. O sea, si hubiera playas nudistas iría. Eso me pareció bien chévere, porque vemos cuerpos que son normales. O sea, lo normal no es ser perfecto, ¿cuánta gente es perfecta? Ahora en las redes hay muchas mujeres que están luchando contra la gordofobia, que están mostrándose en bikini con sus rollos. Y a mí me sale el prejuicio. A veces digo: “Cómo puede mostrar su cuerpo así”. Es como si la voz de mi abuela se metiera en mi cabeza diciendo: “Esta chica debería hacer dieta”. Y está muy mal que haya gente que prohíba a otra gente andar como le da la gana.
Esta frase que dices es buena, ¿cuánta gente perfecta hay en el mundo?
Y tienes en la cabeza que estás mal, que tu cuerpo está mal y hay que taparlo, entonces no hay que ir a la playa. Yo tengo eso, me da vergüenza ir, además estoy muy gordita…
¿Todavía? ¿Después de lo de Ibiza?
Eso fue hace años, además yo estaba flaquísima en esa época. A mí me ha costado un montón acostumbrarme al cuerpo que tengo ahora, porque yo he sido flaca toda mi vida, comiendo lo que yo quería, nunca hice dieta, nunca hasta los cuarenta. Cuando cumplí cuarenta comencé a engordar, cambió algo.
¿Te costaba aceptar tu cuerpo?
Sí, claro, pero igual me iba a la playa porque yo soy bikini forever, y me voy así y me voy al Silencio, me voy al fondito a donde no haya nadie, porque, eso sí, nunca me ha gustado estar con mucha gente.
¿Qué significa para ti el proyecto Bolaroja?
Me ha dado mucho orgullo hacer eso. O sea, ha sido hermoso para todos, para la gente que visitábamos, para los que hacíamos el proyecto, para todos los que estaban mirando lo que estábamos haciendo. Yo aprendí muchísimo haciendo ese proyecto, como clown, como persona, pude entrar a lugares donde nunca hubiera ido. He estado en sitios que no sé de qué otra manera pudiera haber conocido, como cárceles, como la casa de alguien que estaba muriendo. He estado en lugares alucinantes, en misiones humanitarias en Nicaragua, en Marruecos, en orfanatos en Rusia.
¿Cuál es el lugar más peligroso al que te ha llevado el proyecto Bolaroja?
Nicaragua. Ahí estuve en un sitio que se llama El Callejón de la Muerte y había gente que estaba muy drogada, con terocal en la cara. Había una chica que estaba como embarazada, con barriguita de embarazada, pero yo no sé qué había allí dentro, estaba totalmente drogada, con los ojos amarillos.
¿Había armas?
Seguramente. Era como en un mercado y entras y entras y entras. Y de pronto ya no hay tiendas, ves prostitutas, drogas y estábamos con los payasos allí. Ahí estaban los clown y los civiles, que cuidan a los clown, que están como mirando lo que está pasando, vienen y te dicen: “Oye vámonos, porque no sé qué”. Entonces, tú solo te vas porque algo ha visto el civil, algo sabe que tú no sabes, tenemos como señas secretas para darnos aviso.
¿Por qué dices que haber trabajado como payasa cambió tu relación con la muerte?
Porque la he visto muy de cerca, porque la primera vez que me pasó fue cuando un paciente que vimos murió, yo no lo podía entender. O sea, no podía entender que yo no me hubiera dado cuenta de que eso iba a pasar. Conocimos al niño en un Día del Niño Oncológico, en un evento, y jugamos con él y de ahí la mamá nos ubicó y nos dijo que venía su cumpleaños, fuimos como 4 o 5 payasos a la casa del niño. Terminamos jugando lindo, me agradecieron, nos agradecieron a todos. Como al mes me escribió la mamá porque había muerto el niño, para agradecerme por ese día, por su último cumpleaños y yo me quedé en shock. Y en el hospital pasaba lo mismo, de repente veías a un niño y al otro día ya no estaba. Entonces, si quieres seguir trabajando tienes que encontrar la manera de entender eso. Yo decía, claro, lo que yo estoy haciendo no lo va a salvar, pero estoy haciendo algo que es importante, que es que el niño se vaya mejor, le cambio el ánimo por el tiempo que están, y qué suerte he tenido yo de conocer a estas personas, por estar un instante en sus vidas, eso me dio mucha tranquilidad.
¿Esa experiencia te ayudó a despedir a tu padre?
Sí, claro, porque se fue con mucha paz, porque hizo lo que quiso, vivió bien, contento, sus amigos lo adoraban, su esposa lo adoraba. Qué bueno que se murió así, porque a mí lo que me da pena es la gente que se muere atormentada. Para mí, eso es el infierno. Debe ser horrible que en el momento que te estás muriendo -y te estás dando cuenta de lo que pasa- vengan todos tus cucos y tus demonios, la gente que trataste mal. Esa es una muerte fea.