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Cuba y el comandante estallido

A fines de abril dije, en esta columna, que el designado presidente cubano, Miguel Díaz-Canel, “tendrá que salir de la utopía congelada, para aterrizar en la realidad quemante”.

Entonces, tres cosas estaban demasiado claras. Una, que sin el carisma de Fidel Castro y con Raúl Castro vigilante –también sin carisma, pero con ejército–, no le quedaba otra que administrar. La segunda, que alentar a los inversionistas extranjeros y a los “cuentapropistas”, sin superar la planificación centralizada, era una opción retórica. La tercera, que conservar sin reformar y sin represión, le sería imposible.

Y así nomás fue.

Tras asumir, Díaz-Canel siguió administrando el legado castrista, con su racionamiento crónico, la explicación del bloqueo norteamericano y el descontento popular sin resonancias. Además, con dos cargas adicionales: las urgencias de la pandemia y la disminución drástica de la subvención venezolana, por crisis en casa propia de Nicolás Maduro.

En ese contexto, la supuesta resignación popular duró dos meses y medio. Interrumpiendo la inercia y parafraseando a Carlos Puebla, el trovador de los años 60, llegó el Comandante Estallido y mandó a parar. Miles de cubanos protestaron contra el gobierno en las calles de la capital y provincias. Gritaban “libertad” y coreaban “Patria y Vida”, un estribillo contestatario. Policías y otros actores estatales reprimieron, castigaron y detuvieron a esa cubanía, tras acatar la orden de combatirla.

Dado que el gobierno cortó internet y tiene el control de la información, la opinión pública recibió versiones bifurcadas. Según el oficialismo no fue una protesta contra el régimen, sino contra el bloqueo norteamericano y la violencia vino de vándalos infiltrados. Según fuentes periodísticas y neutrales –con Human Rights Watch a la cabeza–, la protesta fue la que vimos y, hasta el momento, su represión contabiliza un muerto, sobre 150 detenidos y un general renunciado.

Volvió a manifestarse, así, el triple estándar internacional sobre los derechos humanos. Para los gobernantes democrático-liberales hubo una violación clarísima. Esta vez, izquierdistas notorios los acompañaron. Para los gobernantes y partidos afines al castrismo, el violador seguía siendo el imperialismo. Para los jefes de la ONU y la OEA, el tema era tan complicado que mejor miraron para otro lado. Solo faltó el niño del cuento, diciendo que el rey estaba desnudo.

José Rodríguez Elizondo Cuba

José Rodríguez Elizondo Cuba

La resignación en la calle

A inicios de los años 60, Cuba era el país donde la justicia social había empatado con la alegría. La Habana era el meollo del milagro, por su revolución con “pachanga” ( jarana), el rol subordinado de los seriotes comunistas, el desparpajo de Ernesto Che Guevara y la oratoria inflamada de Castro. Un reportero del New York Times definió a éste como “el Robin Hood de América Latina” y casi todos los medios destacaban el atractivo de los barbados revolucionarios, comparados con los grises funcionarios del socialismo real.

A fines de 2016, como turista en un hotel de La Habana, pude contrastar esa visión romántica –que en algún momento compartí– con lo que ahora lucía como un melancólico fin de fiesta.

A esa altura los barbudos se habían afeitado y eran mandos de un ejército profesional. El son no había emigrado, como cantaba Olga Guillot, pero se había reducido a los sitios turísticos. Castro era un ícono retirado, que firmaba columnas ortodoxas en el diario Granma. En vez de posters con temática antimperialista, se veían polos con la sonriente efigie de Barack Obama y túnicas desafiantes, con la bandera estampada de los Estados Unidos. Algunos jóvenes, celular en mano, se sentaban a la entrada de los hoteles, para colgarse de una precaria señal de internet. Compartían esos espacios con las cadenciosas e inquietantes “jineteras”.

Por reflejo periodístico, hice un reporteo con los habaneros a mi alcance. Personal del hotel, vendedores de artesanía, marchantes de arte, guías y taxistas, muchos con título universitario. Mi conclusión fue la que sospechaba: una revolución que dura más de medio siglo, sin abrirse al debate y a la alternancia, deja de ser revolución. Se convierte en la palabra despistante de un régimen conservador.

Mis interlocutores lo asumían sin teorizar. Recorriendo El Vedado y Miramar, un guía me aseguró que ahí no vivían los cubanos ricos: “aquí no tenemos diferencias de clases, hay una sola, todos somos pobres”. ¿Y quiénes viven ahí?, pregunté. Respuesta: “diplomáticos, altos cargos del gobierno, son casas que abandonaron los que se fueron, cuando llegó Fidel”.

La revolución en el museo

Para reencontrar el talante sesentero fui al Museo de la Revolución, donde ratifiqué, literalmente de entrada, la fusión entre el momento épico y la personalidad de Castro. Lo primero que vi, en el lobby, fue un pedestal de mármol coronado por una gorra de bronce, inmortalizando la que usara en un evento equis.

Las tres plantas del edificio exhibían otros objetos personales del líder. Los calamorros que calzaba en la Sierra Maestra, una toga colorinche que habría usado en 1953, para su alegato “La historia me absolverá”. En paralelo, una exposición de periódicos, fotografías y documentos que destacaban sus hazañas guerrilleras y su liderazgo durante la invasión de Playa Girón y la crisis de los misiles de 1962. Todo trufado con algunas fotos de Guevara y otros históricos. En suma, una muestra más del culto administrativo al jefe.

Anoté dos detalles sugerentes. Uno, que Haydée Santamaría, célebre combatiente en los años 50, fundadora de la Casa de las Américas, solo aparecía en fotos grupales. Mi autoexplicación fue que, como terminó suicidándose un 26 de julio, día de la revolución, le reventó la fiesta nacional a Castro. El otro detalle fue un mosaico con los rostros de los guerrilleros cubanos que acompañaron a Guevara en su aventura boliviana. Al pie de cada foto el nombre real, nombre de combate, fecha de nacimiento y muerte... excepto en la última de Daniel Alarcón (a) Benigno. En ésta se informaba que nació en 1940 y, tras puntos suspensivos, se le estigmatizaba como “traidor”. La explicación implícita es que sobrevivió, se hizo disidente, logró exiliarse y acusó a Castro de haber traicionado a Guevara.

El líder máximo ni olvidaba ni perdonaba.

Del hombre nuevo al hombre libre

Tras el reciente estallido, me pregunto si Guevara hoy podría sostener su utopía (poco inclusiva) del “hombre nuevo”. Ese que vive dispuesto a enfrentar cualquier sacrificio, para “ponerse a la cabeza del pueblo que está a la cabeza de América”.

No eludo mi pregunta y me respondo que no. No podría. Ese pueblo utopizado hoy está más en la onda de un libro de Milan Kundera, según el cual “la vida está en otra parte”. Así lo reconoció su nieto Canek Sánchez Guevara, en una novela donde define a Cuba como “un disco rayado”. Allí cada día es una repetición del anterior y la fe se confunde con el fanatismo.

La realidad dice que en lugar de ese hombre nuevo vino el hombre frustrado y lo que está emergiendo es el hombre y la mujer sin adjetivos. Esos que, tras el desplome de las utopías, solo desean “un lugar en el mundo sin grandes responsabilidades históricas”, como dice un personaje de Leonardo Padura. Es lo que recoge la nueva trova de los disidentes, cuando llama a sustituir la disyuntiva “patria o muerte” por la conjunción “patria y vida”.

Si ese verso se hace oír en el partido y en sus cuarteles, los cubanos podrán convivir con el mínimo común de respeto y elegir con el máximo posible de libertad. En ese proceso caerá, por su solo peso, la política norteamericana del bloqueo, nacida con un déficit de prospectiva, en plena guerra fría y en la infancia de la revolución.

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